miércoles, 25 de marzo de 2015

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Pantalones de cuero y fulares

“Yo sólo era otro chico adolescente de pelo largo con aires de grandeza rasgueando una raqueta de tenis delante del espejo de su habitación”. Jon Bon Jovi.
Puestos a pensar en artistas decididamente maltratados, con seguridad Bon Jovi sería un claro candidato a llevarse el premio gordo. Existen placeres culpables y gestos extravagantes medianamente aceptados, en esto de los gustos musicales las apuestas naïf en ocasiones refuerzan cierto espíritu rebelde y salirse de la norma puntúa doble. No cabe duda de que hay mucha tontería en la prensa musical y en el debate musiquero de barra de bar, pero existen reglas y hay excepciones. Decir en voz alta que Bon Jovi mola es harina de otro costal. Resulta del todo inaceptable defender que este guapito de cara y hortera de pelo cardado haya sido capaz de ofrecer un solo gramo de música medianamente decente. Imagínense solo por un instante que además hubiera grabado uno de los álbumes esenciales de los ochenta y uno de los discos más imitados de la historia. Aunque eso sería imaginar demasiado. Si no han escuchado este disco desde la irrupción del Hair Metal en los años 80 les invito a hacerlo y pasar un buen rato. Seguramente les sorprenderá gratamente ver que la música de Bon Jovi es mejor de lo que recordaban, y me temo que posiblemente también lo serán sus recuerdos. Así es la vida.
“Slippery when wet” tiene elementos suficientes en sus tripas como para considerarlo el disco rock mainstream más relevante de los últimos 30 años, además de tener también la gran virtud de ser completamente blanco, aséptico y desechable. Con un estilo imitado hasta la saciedad con los años sigue conservando el sano espíritu de entretener, la regla fundamental por la que debería regirse esto del rock and roll y que desafortunadamente muchos siguen sin comprender.
Evidentemente, uno tiene la permanente sensación de producto artificial cuando escucha las canciones de Bon Jovi, pero qué demonios, ¿a quién le importa? Es cierto que en más ocasiones de las deseables Bon Jovi ha proyectado imágenes de personajes con los que le gustaría estar asociado: el trabajador de clase media, el chico tímido solitario, el papel de paria incomprendido o incluso caracterizado de cowboy romántico rozando lo patético. Esta diversidad de roles le han otorgado cierta falta de personalidad, o peor aún, parece como si la hubiera robado de otros en su beneficio. Me temo que son muy pocos los que han sido capaces de adivinar que esa mimetización era una decisión consciente y completamente intencionada. Bon Jovi es un camaleón por y en beneficio de sus canciones (o producto, llámenle como quieran). David Bowie ya lo hizo muchas veces y mucho antes y nadie nunca protestó. La crítica dirigida a “Ziggy stardust” es algo prohibido. Es mucho más divertido jugar al tiro al blanco con el hortera de New Jersey, es más fácil y está mejor visto, aunque eso ya lo saben.

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Durante mis tres primeros meses en Ohio –en el otoño de 1988– prácticamente apenas hablé con nadie. A pesar de que me considero una persona bastante sociable, mis carencias lingüísticas durante aquellas doce semanas me impidieron comunicarme demasiado. Aparte de los mensajes estrictamente alimenticios (“ayam jangry”), no dije nada más. Aquel aislamiento temporal me permitió durante las lluviosas tardes del otoño recorrer en profundidad la colección de discos del mayor de mis hermanos postizos y llegar hasta una desgastada copia del “Slippery when wet”. Aquel disco (grabado convenientemente después en una cinta de cassette) fue mi mejor amigo en los trayectos de ida y vuelta al High School en el Chrysler de color marrón de mi hermano postizo pequeño. Me aprendí aquellas canciones medio heavies de memoria, y cuando por fin recuperé el habla hacia mediados de noviembre como premio mi hermano postizo mediano me llevó hasta el Wall Mart del pueblo para comprar el recién publicado “New Jersey”, disco que incluía una horrorosa camiseta negra con la cara del guaperas de regalo y que por supuesto lucí con inusitado orgullo por los pasillos del instituto. Por increíble que parezca, aquel chaval español medio mudo y vistiendo una prenda dirigida al público femenino fue aceptado por sus compañeros de colegio.
Pero vayamos por partes. “Slippery when wet” es un trabajo erróneamente catalogado dentro del género heavy metal; cualquiera que coloque las canciones de Bon Jovi junto a la oferta de Iron Maiden o Black Sabbath acabará profundamente decepcionado. Estamos ante un disco de pop rock (con más de pop que de rock si me apuran), por mucho que los muchachos llevaran el pelo largo y tocaran guitarras eléctricas (¡pero no necesariamente metal!). Esta clasificación equivocada brindó una buena dosis de ira y odio descontrolado por parte de la facción más integrista del hard rock que les excluyó de un gremio al que nunca pertenecieron (ni lo pretendieron). Willie Nelson, Kenny G o Mick Hucknall lucen hermosas melenas y a nadie nunca se le ocurrió colocarlos junto a Ozzy Osbourne o resto de Dioses del metal. Cosas propias de un estilismo desacertado, supongo.
Cuando uno se centra en analizar exclusivamente la calidad del tercer disco de Bon Jovi, desde el órgano gótico que acompaña la introducción de “Let it rock” a los festivos acordes nueva oleros en el corte final “Wild in the streets”, el disco no da ni un minuto de descanso. Lleno hasta los topes de cortes divertidos, coros de usar y tirar, solos de guitarra excesivos, sintetizadores a granel y el mejor talkbox desde Joey Walsh y Peter Frampton, aquí lo que hay es un álbum de rock and roll espléndido, exagerado y brillante, y con dos de las mejores canciones de fiesta guitarrera jamás escritas, ‘Livin’ on a prayer’ y ‘You give love a bad name’.
Hacia 1982 y trabajando en los Power Studios de Manhattan, John Francis Bongiovi (Bon Jovi debió parecerle más exótico, supongo que igual que al bueno de Sergio Dalma, nacido Josep Capdevila, o Alejandro Sánchez, mutado en Sanz por la gracia divina, ¡esas cosas del marketing!) grabó algunas maquetas, ¡participó en un disco de Star Wars! y cantó los jingles de una conocida emisora local. Una de sus primeras canciones, la estupenda ‘Runaway’ (con Roy Bittan de la E Street Band al piano) se incluyó en un recopilatorio de apoyo a nuevas bandas y el tema poco a poco fue creciendo en popularidad. Formó Bon Jovi junto al pianista David Bryan, el bajista Alec John Such, Tico Torres a la batería y el guitarrista Richie Sambora (el puesto de guitarra era en realidad para su amigo y vecino en New Jersey Dave Sabo, quien en última instancia decidió enrolarse en Skid Row). El vocalista ya aporreaba el piano y la guitarra siendo niño y había tocado junto a David Bryan en diferentes grupos en el área de New Jersey (John Bongiovi And The Wild Ones, Atlantic City Expressway o The Rest), con los que teloneaba a grupos locales como Southside Johnny And The Ausbury Jukes.
En 1984 firman por Mercury Records (sello del grupo Polygram) y pasan a llamarse oficialmente Bon Jovi a imagen y semejanza de Van Halen, otro grupo de corte similar. Sus dos primeros discos “Bon Jovi” (1984) y “7800º Fahrenheit” (1985) obtienen números moderados pero les da la oportunidad de girar con Kiss, Scorpions y Ratt por USA, Europa y Japón y sobre todo aparecer en Donnington dentro del escenario principal del festival Monsters Of Rock.
A pesar del relativo éxito de sus apariciones en directo, Bon Jovi no había ofrecido todavía una grabación consistente. Las austeras ventas de sus dos primeros trabajos les impulsa a cambiar el modo de trabajo fichando en un inteligentísimo movimiento a un compositor profesional para colaborar durante el proceso de creación de su nuevo disco. Desmond Child se convierte de esta manera en pieza clave en el estratosférico éxito que estaba a punto de convertir al grupo en uno de los artistas rock más vendedores de todos los tiempos.
Editado en agosto de 1986, el tercer larga duración de la banda lleva vendidos 30 millones de copias, una cifra extraordinaria incluso para un chico guapo de pelo largo. En su día el álbum alcanzó el número 1 en las listas de éxito, sus dos primeros sencillos ‘You give love a bad name’ y ‘Livin’ on a prayer’ también coparon los charts, y oficialmente fue el disco más vendido del año 1987 en USA.
Producido por Bruce Fairbarn (quién más tarde sería responsable del regreso triunfal de Aerosmith con Get A Grip o el Razors Edge de ACDC) y grabado en los estudios Little Mountain Sound de Vancouver, el disco fue un éxito casi instantáneo. El grupo se olvida de la dureza impostada de sus dos primeros trabajos y apuesta por un sonido abiertamente comercial. A pesar de que gran parte de las canciones ya estaban escritas por la pareja Bon Jovi/Sambora, los hits ‘You give love a bad name”, ‘Livin’ on a prayer’, ‘Without love’ y ‘I’d die for you’ llevan también la firma de Desmond Child. El equipo de producción logró un sonido pulido sin opción al fracaso, lleno de himnos adolescentes de tres minutos perfectos para la radio, convirtiendo “Slippery when wet” en el “Born to run” de los chicos con fulares imposibles y laca en el pelo.
Este trabajo es, ante todo, una estupenda colección de canciones donde no hay relleno. El disco arranca con ‘Let it rock’, un arrebato de rock clásico donde el grupo suena grande y pesado con una intro al más puro estilo “Holy Diver”. ‘You give love a bad name’ posee sólidos riffs, estribillos canturreables y las suficientes dosis de Groove bailable para que hasta el mayor cínico musical no pueda evitar disfrutar. Si alguien tuviera que escoger una sola canción dentro del género hair, esta sería una elección más que respetable. Bon Jovi dedicó la canción a su ex pareja Diane Lane (con la que mis compinches adolescentes y yo pasamos buenos ratos gracias a su papel en la pequeña película “Calles de fuego”. Aunque no se apuren, esa es otra historia que reservamos para otro capítulo).
‘Livin’ on a prayer’, celebrada por igual en grandes escenarios y banquetes de boda es una canción vitalista, una declaración orgullosa y honesta para superar adversidades con determinación y perseverancia, con unos teclados y solo de guitarra francamente logrados. Prueben a pincharla en su próxima fiesta y observen la reacción de la gente, una canción infalible. ‘Social disease’ es la canción más floja del lote, pero en su conjunto no es más que un sencillo rock and roll sin pretensiones bastante disfrutable. ‘Wanted dead or alive’ es una balada country blues con aspiraciones de canción de carretera para el lucimiento de Richie Sambora. Algo repetitiva, honestamente con los años se ha hecho mayor y ha madurado razonablemente bien.
La segunda parte del disco se abre con ‘Raise your hands’, otro rock marca de la casa con la temática habitual de sexo y fiesta, la sintética y vanhalera ‘I’d die for you’ y ‘Never say goodbye’, encuadrada dentro del subgénero power ballad y que con los años sería sello obligatorio del grupo. ‘Without love’ incide en la parte romántica y ‘Wild in the streets’ cierra el disco con una propuesta pop rock con sabor a nueva ola y claro espíritu hedonista. En el video promocional de la canción Bon Jovi aparece con una camiseta del “Unforgetable fire” de U2, ¿no les decía yo que estos muchachos de heavy nada de nada? Bon Jovi no se toma las cosas demasiado en serio y tampoco quiere que tú te pongas demasiado profundo. Aquí de lo que se trata es de pasarlo bien. Seamos honestos: no hay ni un solo seguidor de Bon Jovi que haya comprado ninguno de sus discos para escuchar atentamente mensajes profundos en sus letras. Con seguridad lo hacen para poder menear sus cabezas al ritmo de canciones con sabor de fresa camufladas bajo cierta distorsión guitarrera. Tal cual.
Es un disco fresco y original y treinta años después sigue sonando actual y vibrante, capaz de sonar potente, divertido y provocador. Más cercanos a su vecino Bruce Springsteen (o al menos eso intentan) que a los vándalos de Motley Crüe o Ratt, Bon Jovi trabajó canciones de rock sencillas con letras asequibles. Eran guapos y lograron acercar mujeres de bandera a sus conciertos provocando el odio más exagerado entre los seguidores de grupos con, por lo general, cantantes con aspecto poco salubre, feos y escuchimizados. La ecuación era sencilla y bastante lógica; aficionados de todo el mundo acudieron a los conciertos de Bon Jovi en masa ya no solo para ver a sus ídolos en directo. Acostumbrados a compartir el sudor apretujado de maromos melenudos y tatuados desde las cejas hasta los tobillos, tenían ahora bastantes posibilidades de compartir la experiencia del directo rodeados de mujeres imponentes. Visto así, Bon Jovi a diferencia de sus competidores ofreció un plus imbatible, nada que reprocharles en este aspecto.
En 1988, una vez superado mi miedo escénico con el inglés fui lo bastante osado como para inscribirme en el club de escritura de mi instituto americano redactando pequeñas historias en la gacetilla quincenal que se repartía entre los estudiantes del colegio. Seguramente el nombre de Kevin Stepp no les suene de nada. Este señor gordísimo de peso superlativo y bigote poblado, profesor de literatura y director del periódico de la escuela y melómano empedernido me invitó a escribir un pequeño artículo sobre la música de mi país. A pesar de que aquel hombre esperaba por mi parte alguna introducción ligera al flamenco o cualquier otra muestra de música tradicional española, publicó a página completa mi texto de Bon Jovi y Héroes del Silencio. Por alguna extraña razón, en 1988 encontré bastantes parecidos entre la propuesta musical y estética de Enrique Bunbury y lo que ofrecía Bon Jovi. Lo divertido del caso, treinta años después y varios cortes de pelo entre medias, es que hoy sigo pensando exactamente lo mismo.
“Slippery when wet” es un disco honrado y extremadamente noble, no hay nada recriminable en su interior, son sólo cuarenta minutos de canciones bien cantadas, sintetizadores bien utilizados y guitarras equilibradas. Digámoslo alto y bien claro: este disco se grabó con el único propósito de ganar dinero, ¿y cuál no lo hace? Olvídense del arte y del mensaje artístico trasnochado. Muchos de los artistas (no todos, claro) que defienden el fondo por delante de la forma en su discurso lo hacen porque nunca han vendido y seguramente jamás lo harán. Si pudieran preguntarle a ese artista maldito en el que está pensando ahora mismo si cambiaría su nicho marginal por unas ventas que le permitieran pasear en yate por la Costa Azul, ¿qué creen que les respondería? Pues eso. Bon Jovi aparcó la credibilidad y la pose y no le importó una mierda el posible legado grabando un disco cargado de clichés para en el camino poder ganar una cantidad grosera de dólares. Esa cristalina transparencia en su mensaje fue la clave de su colosal triunfo.
Bon Jovi fue la respuesta queer al movimiento hair metal, la propuesta pop rock con pantalón de cuero de los ochenta, lo suficientemente melódicos para los fans del AOR y lo bastante cañeros para satisfacer a los amigos del hard rock. Muchos lo replicaron con bastante éxito (Poison, Def Leppard o Skid Row sin ir más lejos), pero ninguno logró ofrecer un disco tan bien acabado como “Slippery when wet. En cierta ocasión leí que Bon Jovi sonaba como un Bruce Springsteen malo o un Bryan Adams bueno, seguramente la más certera definición de lo que en realidad son. Bon Jovi demostró con este disco que no es necesario ser un genio para lograr la excepcionalidad encomendando todo su esfuerzo en presentar una generosa colección de canciones infalibles sin importarle el qué dirán. Y vaya si lo consiguió.

Artículo publicado el 25 de marzo de 2015 en EFE EME http://www.efeeme.com/placeres-culpables-slippery-wet-de-bon-jovi/

miércoles, 18 de marzo de 2015

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Weezer: geek muy chic

“Tengo pósters en la pared, tengo el de Ace Frehley y el de Peter Criss, mi grupo favorito es Kiss. En el garaje toco la guitarra, toco mis canciones estúpidas y escribo mis estúpidas letras, y las quiero a todas igual”. Rivers Cuomo.

Si, ya sé, ahora resulta sencillo apuntarse al carro de Weezer, pero juzgados prematuramente de manera injusta, este trabajo fue calificado de tonto y vacío en su día. Han pasado más de 20 años y el disco “Azul” se levanta hoy erguido como una de las obras esenciales del rock de los noventa. Pero no siempre fue así. Este grupito de tarados con aspecto de nerds universitarios no pasó de un asombroso desprecio en el momento de lanzar su debut. En los rescoldos del grunge aún doliente por la muerte de Kurt Cobain, Weezer fue considerado poco menos que un chiste masacrado sin piedad por la crítica de la época. No cabe duda de que se equivocaron.
Su estreno supuso una alternativa definitiva a la tediosa actitud quejica del movimiento grunge gracias a sus melodías pegadizas y unas letras amables, apostando por un estilo diferente, y paradójicamente no por una ausencia de guitarras. En el disco “Azul” hay seguramente más guitarras distorsionadas y actitud rebelde que en muchos álbumes abiertamente catalogados como grunge. Ciertamente el legado de “Nevermind” fue mucho más inmediato, pero la influencia del primer disco de Weezer está diseminada por cientos de bandas emo, pop y punk rock que florecieron en los 90 y principios del 2000.
La segunda entrevista que realicé en mi vida fue a Rivers Cuomo. Era 1994 y estaba en Madrid. La primera debió ser allá por 1981 o 1982 para un trabajo del colegio y se la hice a la señorita Sarita, la profesora de música que atormentó mi infancia con la maldita flauta Hohner. Resulta jocoso que la llamáramos Sarita teniendo en cuenta que la señora ya era entonces sexagenaria. ¿Por qué a los profesores varones les llamábamos de don y a las mujeres señoritas? No le encuentro explicación, aunque supongo que esta es una discusión para otro foro. En el más que improbable supuesto de que la señorita Sarita lea estas líneas, aprovecho para saludarla, decirle que a veces cojo la flauta de mis hijos y todavía recuerdo cómo tocar la intro de Star Wars. Y de verdad deseo de corazón que siga gozando de buena salud.
En 1994 ocupaba mi tiempo libre escribiendo majaderías en un fanzine. No, no se trataba de una cabecera local a la altura del NME o Melody Maker, aquello era la prehistoria del DIY, mucha grapa, pegamento y fotocopia, y rara vez alguien lo leía. Á veces llamaba a las compañías mendigando algún disco o una entrevista. Con el tiempo logré que me llegara algún ejemplar de saldo pero, ¡ay de las entrevistas! Que quieren que les diga, entrevistas no hice ninguna. Hasta la de Weezer.
La responsable de prensa en Universal, que por entonces no se llamaba Universal y recibía el enigmático nombre de MCA y estaba situada en una callecita cerca del Viso justo detrás del Paseo de la Habana, me llamó un día cualquiera por teléfono. “Weezer está en España”, dijo. En realidad lo que quería decir era que tenía que cerrar un plan de promoción con un grupo americano y que ante la falta de interés de los medios serios por el conjunto musical en cuestión, o bien llamaba a fanzines de tercera como el mío o aquella jornada promocional iba a ser francamente ligerita. Claro, todo esto no lo supe interpretar hasta algunos años después cuando yo mismo forme parte de la dinámica de una multinacional disquera, pero en ese momento me sentí como Cameron Crowe en “Casi famosos” y empecé a preparar la entrevista como si fuera la cosa más importante de mi vida.
En su momento Weezer no le importó una mierda a nadie. Bueno, esta afirmación no es del todo exacta. Al menos tenían una buena base de fans en L.A. que se preocupaba por ellos, aunque en 1994 sin apenas haber girado por el resto de estados y todavía en los primeros hervores de la era internet casi nadie tenía muy claro quiénes eran aquellos cuatro muchachos con aspecto de seminaristas freaks. En España a duras penas les conocía su propia compañía, y en el concierto del día siguiente a mi entrevista en la sala El Sol solo había cien personas, seguramente los únicos cien fans de todo el país. Aquel fue uno de los mejores conciertos de mi vida, tal cual.
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En 1994 –sólo tres semanas después de la muerte de Kurt Cobain-, cuatro muchachos vestidos con camisetas lisas y pantalones chinos y liderados por un geek con gafas de pasta lanzaron su primer trabajo al mercado. El músculo del grunge y el sonido seattle estaba ya muy debilitado, y armados de potentes melodías y canciones redonditas salieron dispuestos a conquistar el trono del rock juvenil ahora desierto. Resulta inexplicable el motivo por el que “The blue álbum” fue repudiado en su momento. Weezer fue vapuleado por crítica y público hasta la deshonra, acusados de presuntuosos haciéndose pasar por nuevos heavies adaptando los trucos de Nirvana o Pixies a través de videos exuberantes para MTV.
La banda se formó en Los Ángeles en 1992 con Rivers Cuomo (guitarra y voz), Patrick Wilson (batería), Jason Cropper (guitarra) –reemplazado más adelante por Brian Bell– y Scott Shriner (bajo) –sustituido poco después por Matt Sharp–. En 1993 firman con Geffen Records y comienzan la grabación de su primer disco, Weezer, conocido popularmente como el disco “Azul” por el color de fondo de su portada. Grabado en los estudios Electric Lady de Nueva York y producido por el líder de los Cars Ric Ocasek, el disco apenas tuvo incidencia durante sus primeros meses de vida. Sólo la persistente demanda popular del single ‘Undone (The Sweater song’ desde una emisora de radio de Seattle, curiosamente cuna del difunto Grunge, logró despertar las ventas del disco. “The blue álbum” lleva vendidas hasta la fecha más de 7 millones de unidades, cifra nada despreciable para un grupo de “tolais” inadaptados.
Paradójicamente y a pesar de sus imponentes ventas, no produjo ni un sólo número uno en las listas de éxitos, y eso que todos los temas del disco eran buenos. Dicho de otra manera, tiene seis canciones excelentes y cuatro muy buenas, un promedio lo suficientemente interesante como para darle una oportunidad.
Dicen que el tiempo lo cura todo, incluso la vergüenza, y con los años este glorioso álbum ha ido escalando posiciones hasta, pásmense, estar incluido en los sesudos glosarios que recogen los mejores discos de todos los tiempos. Es verdad que Rivers Cuomo, incuestionable líder del grupo, bebió de las fuentes de Pixies o Nirvana con dinámicas muy similares, algo que por otro lado no parecía nada especialmente recriminable. Pero también había mucho Beach Boys y Beatles, y Hard Rock y AOR, y Simon & Garfunkel y por qué no, referencias a Nirvana (compañeros de sello discográfico, no lo olviden). Lo que muy pocos fueron capaces de ver fue la habilidad de Cuomo para domesticar el sonido rudo del rock metal de los años 70 presentándolo en un formato power pop sorprendente, original y comercial.
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Melódicos y muy divertidos, tiraron de bases urgentes y guitarras pesadas como sello distintivo. Sí artistas coetáneos como Pavement o Sebadoh apostaron por caminos más oscuros que inevitablemente desembocaban en audiencias más selectas, Weezer plasmó la universalidad de la cultura pop en canciones sencillas alejadas de lo excluyente. Con un grupo de músicos muy solventes capaces de sonar francamente bien, Cuomo fabricó una colección de riffs y estribillos inteligentes capaces de conectar inmediatamente con el público. El carisma introspectivo del personaje hacía que mostrara cierta vulnerabilidad oculta bajo un enorme manto de densas guitarras en sus canciones, convirtiéndose en uno de los autores referentes de su generación.
Llegué a mi entrevista con Cuomo a la hora señalada. No tuve tiempo o simplemente olvidé contarle mi anterior experiencia profesional con la señorita Sarita, y tratándose de un joven raro y reconocido marciano estoy seguro que le hubiera encantado mí batallita tonta con la flauta. Hablaba muy despacio y el tipo era de lo más interesante. Alejado del estereotipo de cantante indigesto, opinaba de un recién llegado Bill Clinton, de la cocina europea incluyendo detalles de la gastronomía española y mostró un enciclopédico conocimiento del rock norteamericano en una interminable lista de referencias a cada cual más sugerente. Como contrapunto, a su lado compartió respuestas el guitarrista Brian Bell, un tarado permanentemente ataviado con un gorro de lluvia y gafas de sol incluso en el interior del hall del hotel y con aspecto de haber fumado lo bastante como para que todo lo que dijera resultara incomprensible y muy gracioso. No recuerdo ni una sola palabra de Bell, pero, ¿saben qué?, a los tres nos dio exactamente igual, todos sabíamos que la difusión de aquella entrevista sería en el más optimista de los escenarios muy moderada.
Soy de los que piensan que la primera canción de un álbum debe ser buena. Quizás sea por mí pasado como agente de ventas, vendiendo discos a granel con albarán y maletín en Prycas y Continentes, un tiempo en donde los puntos de escucha en los centros comerciales marcaban la diferencia y los clientes con sus auriculares generalmente no pasaban del primer track haciendo que mi comisión mensual y mi calidad de vida dependiera de ello. El ya fallecido director comercial en Warner siempre lo pedía a los departamentos de marketing y artístico: “¡Pongan en el disco la buena la primera, hombre!”. Desde un punto de vista puramente mercantil, la verdad es que aquello tenía bastante sentido.
Esta teoría de la primera canción se vuelve fundamental y dramática cuando se trataba del primer disco de un artista. ¡La primera canción de la primera cara del primer disco de un grupo necesariamente debe ser buena! Al fin y al cabo si llevas toda la vida esperando firmar un contrato discográfico, qué menos que enseñar tus mejores cartas desde la misma puerta de entrada, ¿no? ‘I Saw her standing there’ de The Beatles, ‘I will follow’ the U2, ‘Rock and roll star’ de Oasis, ‘I wanna be adored’ de The Stone Roses, ‘Good times bad times’ de Led Zeppelin I, ‘Take it easy’ de Eagles… supongo que se entiende la idea. ‘My name is Jonas’, la canción que abre el disco “Azul” es una tarjeta de visita perfecta, tres minutos y pico que muestran claramente la oferta del grupo: armonía, estribillos y guitarras eléctricas, muchas guitarras eléctricas.
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‘No one else’ es una canción de desilusión, una de esas cosas que todo joven piensa cuando su amorcito le manda a paseo. Es sencilla y muy eficaz, y Cuomo por arte de magia es capaz de enmascarar el contenido deliberadamente tonto bajo un muro infranqueable de densas guitarras. ‘The world has turned and left me’ posee una hipnótica estructura en espiral y da la bienvenida a ‘Buddy Holly’, uno de los cortes más celebrados del grupo y que tiene como casi toda la obra de Cuomo esa apariencia externa de gran broma. Pero no lo es. Aquí se destapan las referencias de Cheap Trip o Quiet Riot, y no porque fueran en su momento divertidas sino porque verdaderamente el líder de Weezer aplaude su sonido. ‘Undone (The Sweater Song)’ fue el primer sencillo del disco e irónicamente lo más grunge del mismo, pero ante todo una gran canción. Los dos temas lograron gran notoriedad en la MTV gracias a los videos realizados por Spike Jonze, tipo tan raro como el propio Cuomo con el que claro, se entendió a las mil maravillas.
‘Surf wax America’ abre la segunda parte del disco en un homenaje velado a los adorados Beach Boys en un tema decididamente simple y placentero a diferencia de otros cortes donde tienden a mostrar abiertamente sus miedos, ansiedades y nerviosismo. ‘Say it ain’t so’ es una de mis favoritas. Tiene la estructura típica e imbatible de calma-caña-caña-calma, es fácil de cantar y emociona y emparenta el heavy metal de Aerosmith y Kiss con el pop tradicional de Al Stewart y Cat Stevens. Brutal.
‘In the garage’ habla de la felicidad de un muchacho haciendo música en el sótano de su casa. Si en 1994 hubiera seguido tocando la batería con mi grupo en el garaje de la casa de mis padres, ‘In the garage’ sería mi canción rock favorita. Lástima que para 1994 mi grupo estaba disuelto, había vendido la batería y en la casa de mi madre ya no había garaje. Cada vez que escucho eso de “En el garaje me siento seguro, a nadie le preocupa lo que hago, toco la guitarra, toco mis canciones estúpidas y escribo mis estúpidas letras” pienso en lo divertido que es tener un grupo de rock y tocar en un local de ensayo con tus colegas, una de las mejores cosas que uno puede hacer en su vida.
La recta final del disco la ocupan la infecciosa ‘Holiday’ con esa intro deliciosa y sobretodo ‘Only in Dreams’, o el ‘Starway to heaven” de Weezer, con su inicio sosegado, estrofa en alto y gran solo final de guitarra. Dura sus buenos ocho minutos y, como en casi todo el disco, prevalece la emoción de la canción por encima del virtuosismo. Ojo, no digo que no sea un buen solo de guitarra, solo espero que nadie busque a Jimmy Page por allí.
A pesar de su tono ligero, este álbum tiene un amargo sentimiento general de soledad en un trabajo con un fondo increíblemente conmovedor. ‘The world has turned and left me here’ habla del final de una relación, ‘Only in dreams’ es irremediablemente desesperada, ‘My name is Jonas’ profundiza en recuerdos ásperos de la niñez, ‘Say it ain’t so’ relata el dolor de un padrastro alcohólico, ‘In the garage’ habla abiertamente de esconderse, ‘Undone…’ o el absurdo y vacío placer que te produce tu prenda de vestir favorita. Casi todos los discos de algún modo muestran cicatrices vitales e inseguridades en sus textos, pero esas palabras suelen estar después eclipsadas por estribillos facilones y grandes solos de guitarra. Aquí también hay estribillos facilones y solos de guitarra, pero están ahí para apoyar los sentimientos en los versos de Cuomo, empujándolos con fuerza hacia delante, canciones artesanas de apariencia muy sencilla pero con una arquitectura profunda y compleja.
Casi enterrado el grunge, en 1994 el grupo compitió en USA con un trío de punk pop energético llamado Green Day y al otro lado del charco con la llegada de un nuevo fenómeno llamado brit pop, con los insoportables hermanos Gallagher liderando el movimiento. Sorprendentemente, Weezer fue capaz de infiltrarse entre los dos con una propuesta de rock alternativo inteligente. Acostumbrados a la indiferencia durante la supremacía de Pearl Jam, Nirvana, Soundgarden y el resto de bandas con camisas de cuadros, el éxito les cogió por sorpresa. Mucho antes de ser unas estrellas, Rivers Cuomo y su banda habían estado tocando las mismas canciones por los locales de la escena de Los Angeles sin que nadie mostrara un mínimo interés. Cuando esos temas lograron llegar a un público masivo el grupo no entendió nada. La deliberada rareza de su siguiente trabajo, el igualmente recomendable “Pinkerton” quizás tenga que ver con el extraño recorrido comercial de su debut.
El disco “Azul” no es solo uno de los mejores debuts de la historia, se trata de un disco esencial. Grandes grupos necesitaron de dos, tres y hasta cuatro álbumes para alcanzar lo memorable. Weezer lo hizo a la primera. Este trabajo tiene la extraordinaria capacidad de conectar las rarezas de un solo individuo de una manera universal, y es ahí donde uno se explica su fenomenal legado. Las letras con marcada temática juvenil añaden un encantador componente de nostalgia para los que hoy juegan la liga de los 40 años, aunque cualquiera puede disfrutarlo. Si uno elimina las partes de guitarras más duras, las baterías destartaladas o incluso la voz aún por modular del vocalista lo que queda debajo sigue siendo una colección de canciones estupendas. Y ya saben que en el fondo esto no es más que un negocio de canciones. El álbum se las arregla para ser ingenioso y divertido sin necesidad de utilizar chistes y le da un buen lavado de cara al acartonado rock independiente americano sin necesidad de “one hit wonders” convirtiendo para siempre lo geek en chic.
Publicado en EFE EME el 18 de marzo de 2015 http://www.efeeme.com/placeres-culpables-weezer-blue-album-de-weezer/
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Adiós al maestro Cifu.

A lo largo de los años, muchos, el programa de Cifu me acompañó como solo lo hacen los buenos libros, esas películas que nunca olvidas o las canciones de tu vida, las que siempre viajan contigo. Y hablando de viajes, Cifu y mi coche, y por extensión toda mi familia, han disfrutado de su compañía en las idas y en las vueltas desde Astúrias a Madrid, (casi siempre en la intersección entre Palencia y el Alto Campoo he de decir, asociados ya para siempre a mis recuerdos jazzísticos). Cuando empezaba la clase magistral de Cifu, (aquello no era un programa cualquiera, esos minutos de radio eran tan valiosos como el mismísimo oro), el vehículo circulaba en silencio solo “interrumpido” por el tono de voz sosegado de Cifu y algún tipo de magia con nombre de Davis, Coltrane o Mingus. Durante su programa los pasajeros viajaban como hipnotizados, solo atentos a los comentarios atinados rodeados del precioso paisaje. Cifu se ha ido. Se fue ayer. El Jazz y la música pierden un referente de la cultura de nuestro país y aunque ayer se marchó silenciosamente, nos queda el recuerdo del maestro.

lunes, 16 de marzo de 2015

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Guns n' Roses, bárbaros invencibles.

“A la hora de hacer una lista con los diez mejores álbumes de todos los tiempos, este es el único lanzamiento pop metal que podría entrar en ella; ciertamente es el único disco de la era Reagan que puede competir con el “Álbum Blanco”, “Rumours” y “Electric warrior”. “Appetite for destruction” es un “Exile In Main Street” para todos los nacidos en 1972, sólo que el primero es más cañero y no se vuelve aburrido en el medio. Es hijo ilegitimo de todos los primeros discos de Aerosmith, pero las letras son más inteligentes y Axl baila mejor”.
Chuck Klosterman, 2001.

Cada cierto tiempo, uno regresa a “Appetite for destruction” y comprueba con entusiasmo que ha envejecido maravillosamente bien. Con su disco de debut, Guns n’ Roses marcaron el punto de inflexión en el rock de la década de los ochenta y la línea a seguir para las bandas que les sucedieron. La increíble historia de 5 paletillos de origen humilde que de la noche a la mañana se convierten en el grupo de rock más grande de la Tierra sigue cautivando igual que el primer día. Sucios, crudos y oscuros y con muy mala leche, este soberbio grupo de músicos a pesar de su apariencia superficial de sexo, drogas y rock and roll cambiaron para siempre el estereotipo de los grupos melenudos intrascendentes. Se trata de un álbum extraordinario. Tiene canciones y muchos singles (que como es bien sabido no es la misma cosa), está bien producido y ejecutado y es técnicamente una obra muy sólida. Es generacional y marca el hito definitivo en el consumo del metal para grandes públicos. Y por si fuera poco, es muy divertido si eres aficionado al air guitar.
Casi cualquier individuo que encuentre en la música su principal generador de placer –en lo estrictamente artístico, se entiende–, necesariamente ha tenido que atravesar un periodo heavy metal (o rock duro, ya me entienden) a lo largo de su vida. Casi siempre es una relación fugaz, vienes de cualquier otro sitio, llegas al heavy, y como llegas te vas. Sin mi momento de muñequeras de pinchos y camisetas sin mangas de color negro, todo lo que musicalmente me emocionaría después lo habría hecho de manera completamente distinta, de eso estoy seguro.
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De pequeño yo jugaba a hockey sobre hierba en las instalaciones del estadio Vallehermoso de Madrid. En mi barrio casi nadie lo hacía a principios de los ochenta, y francamente, me gustaba muchísimo ir chuleando por la calle con mi stick. Esta información en este contexto sería bastante irrelevante si no fuera porque el portero de mi equipo era el tío más heavy del planeta. Esteban, que así se llamaba, hablaba con erudición de su antepenúltimo descubrimiento musical durante los largos ratos que pasaba colocándose las guardas, el peto, la máscara y el resto de protecciones propias de un portero de hockey. Leía con voracidad cada página del Popular 1 y la revista Heavy Rock y solía traerme cintas pintarrajeadas con los logos de Kiss, Iron Maiden, AC/DC o Motorhead defendiendo con vehemencia que cualquier cosa que no fuese rock duro, sencillamente no merecía la pena. Y el caso es que durante mucho tiempo, incluso muchos años después de dejar el hockey pensé que no le faltaba razón. Siento debilidad por los grupos “jevis”, y a pesar del menosprecio generalizado, creo que hay muy buena música grabada en el género.
Como iba diciendo, dejé el hockey muy pronto. Ojo: jugaba bien, aunque seguramente no lo suficientemente bien, y además ir cargando todo el día con el maldito palo había dejado de hacerme gracia. Casi sin tiempo para echarlo de menos me marché un año a Estados Unidos. Aterricé en Ohio en 1988 en plena resaca Hair metal. Hasta entonces ni siquiera había prestado atención al movimiento de los grupos de laca que habían colapsado las listas de éxito en USA con Motley Crüe, Ratt, Cinderella y Poison a la cabeza. En realidad los buenos eran Guns N’ Roses, aunque para mí sólo se trataba de un grupo de mamarrachos jugando a estrellas de rock. Estoy seguro de que el portero de hockey estaría de acuerdo y seguramente hubiera utilizado la palabra moña o algo declaradamente homófobo para referirse a ellos. Hombre, es verdad que Axl Rose era bastante insufrible, pero no menos cierto que se trataba de una estrella deslumbrante.
En los ochenta Ohio era un estado muy aburrido, hacía un frio del carajo y a no ser que votaras al partido republicano, estuvieses interesado en el cultivo de la patata y te emocionara comer pizza viendo futbol americano tus posibilidades de pasar un año excitante eran francamente escasas. En lo musical la oferta era exactamente igual de apetecible: o bien te lanzabas al desenfreno del rock duro, o caías en los brazos del country más silvestre. Inexplicablemente abracé los dos géneros con devoción desde el mismo día que puse un pie en América. Subí a un avión cantando lo último de Radio Futura y regresé un año más tarde con el “Appetite for destruction” memorizado y la discografía completa de Randy Travis y Dwight Yoakam en la maleta, cosas de la globalización, supongo.
En Ohio tuve una amiga cheerleader con nombre de especia para repostería. Si iba a estar un año rodeado de cowboys y muchachotes con el pelo cardado, ¡qué menos que sumergirme por completo en el tópico y hacerme amigo de la chica con pompones!, pensé. El caso es que poco después de comenzar el curso la joven me llevó a uno de esos bailes de gimnasio tan socorridos en las películas de adolescentes. Yo esperaba aterrorizado el momento del agarrado con alguna canción de los Righteous Brothers o ‘A Groovy Kind Of Love’ de Phil Collins, que en ese momento lo estaba petando. De manera inesperada, la hasta entonces modosa animadora entró en éxtasis (literalmente) y empezó a gimotear “guns, guns, guns” dando saltitos por el parqué del gimnasio con los primeros acordes de un “Paradise City” que yo nunca antes había escuchado. Aquella noche me acordé de las enseñanzas de mi amigo el portero de hockey, bendije América, el sabor de la canela y ya no olvidé jamás el nombre de aquel grupo de macarras.
La banda se formó en L.A. en 1985, fruto de la fusión de los grupos Road Crew, Hollywood Rose y L.A. Guns. En realidad eran dos parejas de amigos, Steven Adler y Slash (de California) y Izzy Stradlin y Axl Rose (de Indiana), y un tipo de Seattle ejerciendo de enganche, Duff McKagan. La formación clásica fichó por Geffen Records y entró por primera vez en un estudio en mayo de 1986. Después del EP “Live?!*@Like A Suicide” con versiones de Rose Tatoo y Aerosmith (que, por cierto, no se trataba de una grabación en directo a pesar del “live” de su título), el grupo lanzó su disco debut. Tenían solo 20 años, pero ya eran unos veteranos.
En una de esas asociaciones musicales que pasan solo muy de vez en cuando, conjugaron a un frontman irrepetible (Rose), con una sólida sección rítmica (Adler y McKagan) y dos duelistas de la guitarra (Slash y Stradlin). Antes de su fulgurante triunfo global ya eran un grupo de cinco depravados adictos al sexo, el destrozo indiscriminado de mobiliario y amigos de todo tipo de sustancias químicas. Pero a diferencia del resto de descerebrados que caminaban por el Sunset Boulevard de Los Ángeles con sus melenas de laca al viento tuvieron la habilidad de plasmar su vida salvaje en una grabación musical relevante, un coctel inédito hasta entonces, donde juntaban la inmediatez de lo mejor de Aerosmith, la rebeldía intrascendente de Sex Pistols, el rock and roll travestido de New York Dolls y el poso clásico de Lynyrd Skynyrd o Led Zeppelin.
“Appetite for destruction” supo aglutinar en 12 canciones los mejores ingredientes que el rock había ofrecido hasta la fecha, convirtiéndose en la bisagra perfecta entre el punk rock de los años 70 y el imprescindible componente comercial propio del rock en la década de los 80. Eran el epítome de lo que se espera de una gran banda de rock and roll, devolviendo el espíritu irreverente y rebelde que los grupos habían difuminado hasta el ridículo durante los primeros años de la década. Querían ser como The Rolling Stones, y si los Stones eran inalcanzables, al menos jugar la liga de Kiss o Aerosmith y no la de Skid Row, Cinderella, Poison o Motley Crüe, con los que muchos les quisieron hermanar. A pesar de su aspecto rozando lo paródico (la chistera de Slash, la bandana y la falda escocesa de Axl, la chupa de cuero de Izzy, el sombrero y las botas cowboy de McKagan, el permanente cuelgue de Adler), ¡vaya si sabían tocar! La batería de Adler siempre sonó enorme, McKagan era un sólido bajista, Izzy y la Les Paul de Slash eran dos guitarristas de primera, y Axl un vocalista monumental.
Publicaron su debut en julio de 1987, y hasta la fecha lleva despachadas más de 30 millones de copias. El grupo contrató a Alan Niven manager de Great White para llevar su carrera. Paul Stanley de Kiss iba a ser el productor del disco, pero finalmente escogieron a Mike Clink, sobre todo por su destreza en la mesa de sonido y una increíble paciencia. Axl Rose tenía unas pocas canciones antes de entrar en el estudio, pero a excepción de ‘Anything goes’ y ‘Think about you’ (y dos esbozos de ‘November rain’ y ‘Don’t cry’, que fueron reservados para el segundo disco), el resto del álbum lo compusieron todos los miembros de forma conjunta.
El grupo entró en el estudio Rumbo de L.A. con todo el material bien preparado. Hay tantas historias escatológicas, desmesuradas, tóxicas y todas tan completamente locas sobre la grabación que con el paso de los años han dejado incluso de parecer excesivas. Durante dos semanas grabaron las bases de día con Slash e Izzy Stradlin (verdadero motor musical del grupo, nunca lo suficientemente reconocido) y Axl cantaba de noche hasta el amanecer. Hasta ese momento Rose (sin los problemas de drogas y alcohol de sus compinches pero diagnosticado como maniaco depresivo) no había pasado de cantante chillón de garito barato, pero en el estudio logró moderar su tono vocal hasta hacerlo agradable y muy reconocible.
Tuve la oportunidad de conocer a Axl Rose (o lo que quedaba de aquel muchacho flacucho llegado desde Indiana convertido ahora en un gordo con rastas alimentado a base de botox) en 2006. Durante mi etapa en RCA, trajimos a España a The Living Things, un aplicado grupo de blues rock grasiento que tenía por aval un single muy aparente titulado ‘Bom bom bom’. The Living Things telonearon a Guns n’ Roses (con Axl como único miembro superviviente) en el Rockodromo del Parque Juan Carlos I. Axl Rose llegó al recinto con más de dos horas de retraso. Bajó de su coche a trompicones, saludó como si cualquier cosa y dio un trago a una bebida de color indeterminado mientras desde el backstage escuchábamos como el público coreaba “hijo de puta” lanzando sillas contra el escenario. Había cabreado a todo bicho viviente, estaba hinchado y seguramente borracho, pero el tipo sólo necesito abrir la boca y cantar ‘Welcome to the jungle’ para apaciguar los ánimos como si su voz fuera la del mesías. Era una estrella, muy gilipollas, pero estrella irrepetible al fin y al cabo.
Cinco meses después de su lanzamiento, las ventas del disco eran moderadas (menos de 200.000 copias), pero muy aceptables para un disco de debut. Justo cuando la compañía empezaba a pensar en un siguiente disco el vídeo de ‘Welcome to the jungle” explotó en la MTV tras la intervención del propio David Geffen y todos los jóvenes americanos corrieron a las tiendas en busca de su copia. Por si fuera poca gasolina, la inclusión de la canción y un (brevísimo) cameo del grupo en la película La Lista Negra de la saga de Harry el Sucio de Clint Eastwood reforzó su sorprendente estrellato. La censura de su primera portada no hizo más que encender la mecha de una popularidad imparable y algo más tarde ‘Sweet child O’Mine’ añadió el componente femenino a la ecuación y oficialmente ya eran más grandes que The Rolling Stones, por lo menos en América.
El verdadero éxito del disco, más allá de una fama coyuntural gracias a las fechorías de un grupo de músicos energúmenos, está exclusivamente en el incuestionable poder de su contenido. No hay ni un sólo corte de relleno en todo el álbum y posee una secuenciación de canciones perfecta en una sucesión de puñetazos sin descanso. ‘Welcome to the jungle’ describía a la perfección todos los miedos de un joven llegado de un pueblo de Indiana a una gran urbe como L.A. en un tobogán de riffs y diferentes melodías dentro de la misma canción. ‘It’s so easy’ era una descripción libre del mundo de las groupies. ‘Nightrain’ era lo más parecido que Gn’R sonarían nunca a sus sorprendentemente admirados Aerosmith. También incluía ‘Out ta a get me”, o cómo Axl cuenta su habilidad para meterse en líos especialmente durante su vida juvenil en Indiana. ‘Mr. Brownstone’ implacable y cruel alegoría al consumo de heroína; ‘Paradise city’, construida desde el uso de sintetizadores y con un estribillo demoledor; ‘My Michelle’ contiene un primer verso inolvidable y devastador, “Tu padre trabaja en el porno ahora que mamá ya no está, ella solía amar la heroína y ahora la tienes bajo tierra”, donde se muestra la ira de Axl en estado puro, y ‘Think About You’ prolonga las declaraciones de amor a las sustancias prohibidas.
‘Sweet child O’Mine’ es seguramente la canción más celebrada del grupo y la que mostro el lado vulnerable de Rose y todos los colores de la infinita colección de matices de la pareja Stradlin/Slash. Como tantas otras cosas, nació fruto de la coincidencia. El riff del inicio era en realidad un ejercicio que Slash utilizaba para practicar durante las largas estancias que el grupo pasaba en el apartamento que tenían alquilado durante la grabación del álbum. Izzy Stradlin escuchaba el ejercicio de Slash a todas horas y decidió aportar unos acordes. Desde el piso de arriba Axl Rose escribió la letra y todas las mujeres de Norteamérica cayeron rendidas ante el lado tierno del chico malo.
‘You’re crazy’, que aparece aquí como un rock acelerado clásico, era en realidad un tema acústico y que luego tendría una segunda vida en Lies. “Anything goes” era la canción más antigua del grupo y pertenecía a Stradlin y Axl durante su etapa en Hollywood Rose, y el tema que clausuraba el disco, el magnífico ‘Rocket Queen’, es una obra maestra dividida en tres partes y con un cierre hacía el final del segundo tercio de la misma lo suficientemente grandioso como para que todo el disco mereciera la pena.
Antes de firmar por Geffen y tan solo rodeados por las strippers del bulevar en Sunset, Adler y McKagan practicaban casi a diario en un mugriento local sin lavabo con música de Prince y el “Word up!” de Cameo. Resulta excitante encontrar música funk en este disco, y lo cierto es que si uno busca atentamente entre los acordes de ‘Rocket queen’ puede encontrar mucho funky en ese riff. Estridentes y temerarios, capturaron toda la esencia del rock and roll de gloria y pavoneo.
“Appetite for destruction” es un disco peligroso, macarra y explosivo, tan bueno que hasta el título resulta genial. Estamos ante una de las mejores obras de hard rock jamás grabadas, y un ejercicio comercial sin precedentes para su género: treinta millones de copias, tres singles en el top 10, incluyendo un número uno con ‘Sweeet child O’Mine’… Aquí hay soledad, ira y mucho rencor, pero recuerden que los discos se componen de canciones, y aquí había muchas y muy buenas, un álbum donde las canciones menos conocidas son tan poderosas como los hits. Cincuenta minutos de música irresistiblemente verdadera urdida por cinco bárbaros invencibles.

jueves, 5 de marzo de 2015

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ABBA. Canciones irresistibles, placeres culpables

“No tengo ningún disco de ABBA y nunca he sentido la necesidad de ir a comprarme uno. Pero si estás hablando de canciones pop bien construidas, las suyas son fantásticas”. Phil Collins.

Cuatro suecos con cara de buenas personas dominaron las listas de éxito durante la década de los setenta a golpe de canciones irresistibles para el oído humano. Existen teorías que hablan de técnicas experimentales en el proceso de composición de las mismas. Armónicamente perfectas, algunos dicen que imprimían en el cerebro humano algún tipo de toxina que aseguraba que el individuo fuera incapaz de olvidarlas. Es, sin duda, una hipótesis exagerada, aunque es indiscutible su asombrosa capacidad para fabricar canciones pop redondas por mucho que quieran arrinconarlas a los banquetes de boda. ABBA es una extraña bestia para evaluar críticamente, aunque nadie puede negarles su maestría para la melodía a la hora de componer una brillante canción de pop.
De pequeño yo vivía en un piso alto en el barrio madrileño de La Estrella. Mi padre tenía reservado un cuartito a modo de estudio, una habitación que recibía genéricamente el nombre de “el despacho”, y donde en realidad no ocurría nada verdaderamente extraordinario. Mi padre coleccionaba trenes de juguete Ibertren, hacía maquetas con aviones desmontables y restauraba sus viejas carpetas de singles en 7” con tijeras y plantillas de Letraset. Fue en el despacho donde vi por primera vez la portada de un grupo folk con camisas rojas y calcetines a juego llamado Hootenanny Singers. Yo tenía 11 años y sin saberlo acababa de descubrir los orígenes de ABBA. De ABBA casi todo el mundo sabe que a) es un grupo sueco, b) estaba formado por dos mujeres y dos hombres pareja también en la vida real y c) en algún momento ganaron el festival de Eurovisión. Es menos conocido que todos sus miembros eran musicalmente un portento y ya eran muy famosos antes de ABBA. De hecho, técnicamente y atendiendo a la definición oficial del término (grupo de música formado por artistas que habían tenido fama y respeto en grupos anteriores o a nivel individual), ABBA era un supergrupo tan legítimo como Crosby, Stills, Nash & Young, Cream o Blind Faith, aunque por supuesto mucho menos auténtico, ya saben.
Los Hootenanny Singers del despacho de mi padre era un conocidísimo grupo folk sueco que, a diferencia de otros muchos imitadores de The Kingston Trio, cantaba en su lengua nativa y en 1964 tenía como líder a un joven cantante y compositor llamado Björn Christian Ulvaeus. Giraron sin parar al tiempo que el fenómeno beat abordaba Suecia y el resto del mundo. Inevitablemente, The Beatles tuvieron réplicas en cada país europeo y The Hep Stars triunfaron en Suecia con sus pelos a lo Byrds y la canción ‘Cadillac’ escrita por su cantante y compositor Benny Andersson. Los Hootenanny y The Hep Stars coincidían habitualmente en sus giras, compartían camerinos y escenario, y Ulvaeus y Andersson se hicieron amigos, colaboraron, escribieron canciones juntos, dejaron sus respectivos grupos y terminaron formando un dúo: Björn & Benny.
Agnetha Fältskog tenía solo 17 años cuando en 1967 alcanzó el estrellato con su primer álbum en solitario, “Jag Var Sä Kar”, disco escrito enteramente por ella que encabezó las listas de ventas por encima de los mismísimos Beatles. Virtuosa pianista, desde el jazz a las figuras clásicas de Bach, Fältskog conoció a Ulvaeus en una gala de televisión y Cupido se encargó del resto. Por su parte, Anni Frid, seguramente la mejor voz de los cuatro, nacida en Noruega aunque en Suecia desde muy niña, ya cantaba en pequeños locales de jazz con 13 años. En 1967 gana un concurso de talento en la televisión sueca, lo que la convierte en una celebridad y la firma de un suculento contrato con EMI. Después de varios sencillos de éxito, Anni conoce en un programa de radio a… ¿adivinan? Exacto, Benny Anderson. El amor se encargó del resto. Ella editó su disco de debut “En Ledig Dag” con EMI, producido por Benny Andersson. Björn Ulvaeus y el propio Andersson formaron pareja artística y lanzaron un trabajo titulado “Lycka” con Agnetha y Frid colaborando en los coros. Fältskog y Ulvaeus se casaron y Frid y Andersson se prometieron. Hasta el verdadero nacimiento de ABBA como grupo en 1972, podemos decir que se mantuvieron bastante entretenidos.
El cuarteto sueco tenía serias similitudes con The Beatles. Al igual que los de Liverpool dos cabezas capitalizaban la parte compositiva (los chicos), mientras que el papel secundario pero esencial de Harrison y Starr era para las chicas. En un principio, el grupo sueco fue como un artista de singles; más adelante se convirtieron en un grupo de álbumes tratando cada canción como sencillos, algo que tomaron como modelo del cuarteto británico. En el fondo, siempre tuvieron claro que se trataba de un artista de estudio y como The Beatles, abandonaron las grandes giras y las actuaciones en directo para centrarse en escribir. Por si fuera poco, tenían a su propio Brian Epstein: Stig Anderson, un sueco listísimo propietario del sello POLAR, discográfica de los Hootenanny Singers. Fue el inventor del nombre ABBA, diseñador del plan ‘Waterloo’, responsable de asegurar una distribución mundial de sus cuatro pupilos en el momento justo y por encima de todo, el hombre que hizo que Agnetha, Benny, Björn y Anni fueran inmensamente ricos.
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En una España de dos cadenas, el festival de Eurovisión era una cita familiar obligada frente al televisor. En 1974 yo era demasiado pequeño como para tener recuerdos atinados de ‘Waterloo’ o del traje de Napoleón del director de orquesta. No tuve un primer recuerdo del festival hasta el ‘Halleluyah’ de los israelitas Milk & Honey en 1979. No obstante, a falta de éxitos hispanos, TVE repetía año tras año la actuación de los suecos en la previa de la ceremonia, clavando a fuego en mi cerebro aquellos trajes imposibles, ¿qué niño podría olvidar aquella espantosa indumentaria?
Stig Anderson había fracasado justo un año antes al intentar ganar el festival con el tema ‘Ring Ring’. Ni siquiera alcanzó a clasificarse en las eliminatorias locales. Incansable, volvió a la carga un año después y en plena efervescencia glam y el muro de sonido de Phil Spector lo volvió a intentar presentando ‘Waterloo’. Ya saben quién ganó. Aquel triunfo alumbró indiscutiblemente uno de los fenómenos musicales más arrolladores en la historia de la música popular. Con una carrera moderadamente breve, ABBA se convirtió en el grupo más vendedor de la década y en uno de los iconos pop más celebrados de todos los tiempos.
‘Waterloo’ es sin duda una canción pop brillante. Intachable, tan bien construida como casi todos los sencillos que despacharon en sus cuatro primeros álbumes: ‘Ring Ring’, ‘Mamma Mia’, ‘S.O.S.’, ‘Honey, Honey’, ‘Dancing Queen’… números uno en Estados Unidos, Latinoamérica, Europa, Japón… A pesar de su disparatado éxito, pocos aventuraban que más allá de convertirse en una pequeña línea de montaje de cancioncillas ligeras y amables perfectas para la radio, en algún momento fuesen capaces de construir un álbum memorable.
En 1977, ABBA era posiblemente el grupo más famoso del planeta. “The album” es el pico creativo de su carrera y después de fusionar con éxito el folk, rock, pop, funk y la música clásica se acercan a un género pop art progresivo. Ojo: no piensen que este trabajo incluye piezas de 15 minutos describiendo los amaneceres en un glaciar en un manto ruidista de sintetizadores. Siguen siendo un grupo pegadizo, aunque su producción resulta más ambiciosa y es decididamente adulta. Desde la primera canción del disco, los suecos se ponen ligeramente más serios que en entregas anteriores. ‘Eagle’ es una obra de ingeniería en cuanto a los arreglos se refiere, puro Fleetwood Mac. Quizás no son la máquina perfecta que fabricaba canciones pop infecciosas, pero aparecen por fin medios tiempos poderosos y las guitarras acústicas y los sintetizadores cobran protagonismo, atinando de una vez por todas en la letras, el talón de Aquiles del grupo.
El disco incluye ‘Take a chance on me’, una colección de pequeños arreglos puestos al servicio de la canción, empezando por supuesto con esa genial introducción a capela con la que resulta imposible resistirse a esbozar una sonrisa de felicidad cada vez que la escuchas. ‘The name of the game’ incluye tres o cuatro partes diferentes que aparentemente no tienen relación alguna, pero que encajan mágicamente en una de sus mejores canciones. Del teclado de la sección inicial pasan a la parte cantada y de vuelta a un dududu casi góspel para volver al teclado, en realidad el catalogo definitivo de sus virtudes: irresistible sencillez camuflada bajo un complejísimo trabajo de arreglos, composición y producción. Incluyen un rock and roll, ‘Hole in your soul’; ‘One man one woman’ es una balada de preciosismo clásico increíblemente bien cantada (estas dos mujeres sabían cantar muy bien), ofrece la mejor versión vocal de Agnetha y Anni y muestra el camino a la hora de empastar voces imitada hasta la saciedad. ‘Move on’ es otro lento. Aquí incluyen un monólogo de Björn que en cualquier álbum de cualquier otro artista parecería ridículo. La voz del hombre está tan perfectamente integrada con la majestuosa armonía vocal del coro que de no estar, la echarías de menos. El mayor gesto de madurez del disco es la inclusión de un mini musical subtitulado como ‘The girl with the golden hair’ en los tres últimos cortes del álbum, un modesto acercamiento de Björn y Benny al género musical que más tarde profundizarían con Tim Rice en Chess.
‘Thank you for the music’ es una de sus canciones más celebradas y abre este pasaje musical de apariencia un tanto cursi. Otra de las grandes virtudes del grupo, siempre rozando lo ñoño y empalagoso pero ofreciendo el lado tierno y humilde de las cosas, convirtiendo lo fofo en emocionante. ‘I Wonder’ es puro Broadway, con pianos y mucho drama, y ‘I’m a Marionette’ es con seguridad lo menos ABBA que habían grabado hasta la fecha, algo más duros, con riffs más pesados y un tono general de arreglos más propios de Kurt Weill ciertamente oscuros. Es un trabajo extraño, y ciertamente esta pieza final es el cierre idóneo en esta rareza.
Es, indiscutiblemente, un disco pop, aunque utilizando fórmulas nuevas que nunca antes habían usado. Está bien escrito, tiene buenos singles y también un punto freak. Y esa es la magia de ABBA: por un lado ser el grupo más comercial del planeta, y por el otro ser lo bastante osados como para cerrar un disco con una marcianada como ‘I’m a Marionette’. Esos contrastes son los que les convierten en un grupo realmente único y por los que merece la pena visitarlos de vez en cuando.
El quinto disco del grupo llegó a las tiendas en 1977 en el epicentro de la explosión punk. En la cúspide de su carrera, facturan un disco pop brillante emparentado con el sonido que proponía Fleetwood Mac al otro lado del Atlántico. Sacaban partido de las nuevas tecnologías mucho antes que los demás. Si aparecía un nuevo sintetizador, Benny Andersson buscaba la manera de integrarlo en su siguiente composición. Trabajaban la microfonía y las voces un millón de veces. Detallistas en el estudio, cuidaban hasta el último fragmento grabado antes de avanzar hacia la siguiente canción.
Misteriosamente había mucha música en cada uno de sus temas, ofreciendo un producto terminado de apariencia sencilla apto para todos los públicos y trabajado hasta la enfermedad. Y nunca descartaban canciones en un álbum: preparaban diez temas y los pulían hasta dejarlos perfectos. No hay material inédito del grupo, no existen rarezas. Lo bueno lo grababan, lo menos bueno sencillamente no existía.
Con este disco, no sólo demostraron una increíble destreza a la hora de componer canciones y manejar melodías, también descubrieron un significado completamente nuevo a la progresión de acordes armónicos, una parte esencial de sus singles de éxito. A muchos les costará aceptarlo, asumir la excepcionalidad de un grupo como ellos no es tarea fácil, pero “The álbum” es un trabajo extraordinario, rico en matices y francamente disfrutable, esa es la pura y sencilla realidad.
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En su búsqueda de la canción perfecta, contrariamente a las normas establecidas en la industria del pop-rock, huyeron de la ecuación álbum-gira. Por lo general el camino más efectivo de un artista para construir sólidos cimientos de popularidad estaba en el cara a cara con su público en interminables giras. A pesar de su increíble éxito durante los diez años de vida del grupo, sus apariciones en grandes giras fueron en comparación escasas: un pequeño tour europeo en 1975, unas pocas semanas en Australia y Europa en 1977, la gira de Norteamérica y Europa en 1979 y dos semanas en Japón en 1980. Eso es todo. Su absoluta dedicación al estudio y estar cerca de sus familias es la única razón. No olvidemos tampoco que Benny y Björn con los Hep Stars y Hootenanny Singers del despacho de mi padre ya habían tenido suficiente escenario en sus años mozos.
La mayoría de críticos musicales que han escrito sobre ABBA a lo largo de los años no les dan mucho más crédito que al de un cuarteto aseado autor de canciones baratas para el pueblo. Una conclusión demasiado simple, me temo. Sólo necesitas escuchar “The álbum” con una perspectiva seria y estrictamente musical para comprender las razones de su descomunal triunfo. La pareja Ulvaeus/Andersson es, con seguridad, una de las mejores asociaciones pop de todos los tiempos, tan grandes y talentosos que cualquier menosprecio hacia su incontestable producción de sencillos de éxito es para hacerse mirar si uno entiende de qué va esto del pop.
PUBLICADO EL 4 DE MARZO de 2015en EFE EME