martes, 5 de mayo de 2015

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Madonna "Rebel Heart"

Madonna regresa en 2015 con él álbum “Rebel heart”. El trabajo número trece de su carrera es una colección ecléctica de canciones bastante aceptable a pesar de que, mucho me temo, van a dejar bastante indiferente al respetable. La reunión de productores de lujo no ayuda, un intento demasiado evidente de subirse al carro de lo que “ahora mola” que no parece que necesitara en absoluto. La Madonna de 2015 no alcanza a ofrecer temas como ‘Music’, ‘Hung up’ o ‘Ray of light’, pero presenta un disco mucho mejor que sus dos anteriores entregas, “Hard candy” y “MDNA”.
La Ciccone sigue siendo la reina del pop, que nadie lo ponga en duda (Perry, Swift, Aguilera y resto de divas no deberían frotarse las manos todavía), lo que pasa es que cuando uno termina de escuchar estas catorce canciones (o diecinueve o veinticinco, en función de la versión en un laberíntico sistema de ediciones de lujo), la sensación general es de haber ingerido un pastiche de complicada digestión.Hay un poquito de todo haciendo que en realidad no haya mucho de nada, demasiados palos que desvirtúan cualquier idea de obra homogénea. Y con todo, el disco aún ofrece espacio para momentos francamente disfrutables. Es Madonna y es muy lista, eso ya lo saben.
En “Rebel heart” se enfrenta por primera vez en su carrera a la delicada tarea de descubrir quiénes son en realidad sus fans. A sus 56 años (la mujer está estupenda, que nadie lo ponga en duda ni un instante), en esta tanda de canciones ofrece buenas dosis de energía juvenil (con mucho sexo y cortejo y fiestas y desparrame en sus textos), pero con el inevitable condicionante de que están cantadas por una señora que pronto será sexagenaria. Sólo por poner un ejemplo, ¿tiene algo de malo que alguien de su edad hable abiertamente de los flujos de su sexo? Evidentemente no, aunque estarán conmigo que a estas alturas del partido no le hacía ninguna falta.
Hay aquí mucho efectito (‘Holy water’), muestras del último género al que la Ciccone se sube como si fuera invento suyo (‘Devil pray’). Hay momento para el experimento del nuevo sonido (‘Illuminati’), canción de autor (‘Body shop’), gran balada (‘Heartbreaken city’), pista de baile (‘Iconic’) e incluso viajes al pasado hasta la edad de oro de “Like a virgin” o “Erotica” (‘Ghosttown’). Pero es justo ahí donde el disco en su conjunto patina. Paella, cocido y fabada juntos en el mismo puchero. Mucho follón en un disco que a medio camino se empieza a hacer largo.
En este trabajo la diva pop se rodea de una interesante pandilla de productores: Kanye West y Avicii se encargan cada uno de tres cortes, Drake de dos y Diplo de cuatro, y cada uno lo hace con las herramientas que han hecho populares sus proyectos individuales. El disco divide sus canciones entre baladas vulnerables y desafiantes y aventuras electrónicas repletas de groove electrónico. Hay un innegable progreso en la manera de cantar de Madonna, lo hace con una técnica cada vez mejor y aquí su voz es por fin elegante.
En el lote producido por Diplo lo mejor es el aroma soul de ‘Living for love’; ‘Bitch, i’m Madonna’ (con rap de Nicki Minaj) es una oferta festiva y ‘Unapologetic bitch’ (usar la palabra puta en él título parece que mola bastante) mantiene el tipo en la pista de baile en una de las mejores canciones del disco. Es sexy y de baile sudado y apretujado. La bailarán este verano, ya lo verán.
‘Ghosttown’ podría ser una canción incluida en el último disco de Lady Gaga, lo que tratándose de Madonna no es algo precisamente bueno. Es probablemente el momento donde se hace más evidente cierta urgencia por sonar como lo hacen las nuevas jefas del pop moderno. Con todo, la canción está bien y pasa holgadamente cualquier control de calidad en la oferta actual de cancioncillas de usar y tirar.
Lo del flujo vaginal en ‘Holy water’ ya está comentado, bastante innecesario, que quieren que les diga. La canción es lúbrica e incluye un rap rescatado del clásico Vogue. ‘Body shop’ producida por Drake, Blood Diamonds y Dahi es una canción estupenda, llena de pequeños matices, un posible candidato a pequeño clásico en su carrera y para el que escribe esto posiblemente la mejor del disco.
“Rebel heart” nos descubre que las canciones de Avicii más o menos todas suenan igual, que juntar el ego de Kanye West y la cantante no necesariamente trae buenas ideas y, sobre todo, confirma que si esta epidemia de discos con múltiples productores al frente no acaba pronto, probablemente nos veamos abocados a muchos más álbumes sin alma en el futuro. Escuchando este trabajo uno echa de menos algo más de espontaneidad, todo huele demasiado a laboratorio y a pesar de ello Madonna se las ingenia para entregar un conjunto de canciones bastante aseado en un disco de pop actual más que decente.
Publicado en EfeEme http://www.efeeme.com/discos-rebel-heart-de-madonna/
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La fiebre del sábado noche

“Saturday night fever”
VV.AA.
RSO, 1977


“Yo no odio la música disco, para nada. Cumple muy bien el propósito para la que fue creada: acompañar rítmicamente las actividades de la gente que desea tener acceso a otras personas para su potencial reproducción en el futuro”. Frank Zappa.
No cabe duda que “Saturday night fever” convirtió a John Travolta en una estrella del cine y huelga decir que sus pintas de chulo de discoteca (nunca una definición encajó mejor con el título), con su dedo apuntando al cielo, forman parte de la iconografía popular de la década de los 70. Pero, por encima de personajes y disfraces, la fiebre del sábado noche será recordada por una tremebunda (en el mejor sentido de la palabra) selección de canciones, un álbum que definió una era, que obtuvo un éxito insospechado y dio vida a un género masivo. Sus canciones son intachables, bien construidas y melódicamente muy ricas, una colección de éxitos disco que apartó la música del género lejos de los guetos travestidos para convertirla en una oferta abiertamente mainstream.
Gracias a la película “Fiebre del sábado noche”, la música disco pasó de la noche a la mañana de una Sodoma y Gomorra cultural al Edén comercial, abriendo un abanico de posibilidades para decenas de grupos en el futuro, desde Eurythmics (‘Love is a stranger’) a Franz Ferdinand (‘Come on home’); de Duran Duran (‘Hungry like the wolf’) a Scissors Sisters (‘I don’t feel like dancin’); Kool & The Gang (‘Let’s go dancing’) o The Killers (‘Human’), David Bowie (‘Let’s dance’) y por supuesto Michael Jackson (‘Don’t stop till you get enough’), sencillos que en mayor o menor medida bebieron de la fuente del sonido disco. “Saturday night fever” es la respuesta definitiva al género, con aportaciones extraordinarias de música funk, soul, latino o incluso momentos para la vanguardia como el ‘Fifth of Beethoven’ de Walter Murphy. Casi sin quererlo, el álbum funcionaba como un “Grandes Éxitos” de la música disco, y a día de hoy sigue siendo el referente para todos los amantes del género.
A pesar de su apariencia festiva, se trata de un trabajo serio, no se toma a broma los orígenes underground del movimiento, simplemente trasciende del submundo del club cutre y lo eleva a la categoría de obra grande. Robert Stigwood llevó a la pantalla la historia pueril de un joven bailarín italo-americano (el papel de Travolta como Tony Manero) en las pistas de baile de las discotecas de Brooklyn, un guión –es verdad– muy poco elaborado, pero el papel estelar se lo reservó a las canciones y a unos tipos que no aparecían en la película, unos hermanos Australianos que se hacían llamar The Bee Gees.
La presencia de los Bee Gees en seis cortes del disco es abrumadora, aunque erróneamente se asocia este trabajo a un álbum de su catálogo, cuando en realidad aportan poco más del 30% de su contenido. Eso sí, vaya contenido. Las primeras cuatro canciones, así de corrido, quitan el hipo. ‘Stayin’ alive’, ‘Night fever’ (los dos himnos del disco) y ‘How deep is your love’ y ‘More than a woman’ que ofrecen las dosis de azúcar suficientes para convertirse en dos baladas inmortales. Si le sumamos ‘Jive talkin’ y ‘You should be dancing’, no queda duda alguna de cuáles son las verdaderas estrellas del invento.
A pesar de relacionar Bee Gees con música disco, muchos olvidan que ya tenían una carrera solidísima en el mercado pop desde mediados de la década de los 60. Estos australianos habían grabado canciones geniales, desde el pop influenciado por The Beatles en ‘Massachusetts’ o ‘I started a joke’, discos conceptuales como “Odessa” a gemas con olor a sicodelia en “Trafalgar”. Su primera incursión real en el mundo disco no sería hasta el sencillo ‘Jive talkin’ de su álbum “Main course” en 1975, que posteriormente incluirían en “Saturday night fever”. El disco Children Of The World en 1976 incluiría otro trallazo, ‘You should be dancing’ también rescatado para el disco que nos ocupa. Los Bee Gees entendieron perfectamente la dinámica emocional de la música disco combinando magistralmente la euforia de la pista de baile con la melancolía de la resaca del día siguiente.
El primer sencillo del álbum fue ‘How deep is your love’, número 1 en 1977, seguido de ‘Stayin alive’, ‘Night fever’ y ‘If I can’t have you’, todos ellos número 1. El álbum ocupó el primer puesto de las listas durante más de treinta semanas y fue la primera banda sonora en alcanzar el Grammy como mejor disco del año (luego le llegaría el turno a “El Guardaespaldas” de Whitney Houston y “O brother where are you?”, de los hermanos Coen. Hasta la fecha, se estiman ventas superiores a los cuarenta y cinco millones, y forman parte de la exclusiva lista de los diez discos más vendedores de todos los tiempos. Poca broma.
Es verdad que se incluyen algunas piezas instrumentales menores y ‘Calypso breakdown’ se hace quizás algo larga (ocho minutos son muchos minutos incluso para una noche de baile), pero aparte de los trallazos de los Bee Gees el disco se completa con la lectura disco de la 5ª sinfonía de Beethoven, ‘Boogie shoes’ de KC & The Sunshine con una increíble línea de guitarra, unos inolvidables arreglos de metal en ‘Open sesame’ de Kool And The Gang o la infecciosa ‘Disco inferno’ de The Tramps.
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Lo cierto es que “SNF” reflejaba un análisis social profundo. El contenido superficial de la película en su contexto nihilista mostraba la vida de unos jóvenes insatisfechos con la cultura materialista de la época, donde los bailes de fin de semana servían como única válvula de escape, una especie de spin off con pantalones de campana del movimiento mod en la Inglaterra de finales de los 60. Es un álbum increíblemente bien construido, combinando éxitos ya grabados con el material original de los Bee Gees. No fue la primera banda sonora en convertirse en un éxito de ventas pero sí una de las primeras en hacerlo con material no necesariamente orquestal. Stigwood repetiría la jugada un año más tarde con “Grease”, abriendo una nueva vía comercial que dura hasta nuestros días (“Forrest gump”, “Dirty dancing”…).
Triunfar en el honorable oficio de amenizar un banquete de bodas está sujeto al cumplimiento de dos sencillas reglas, dos normas fundamentales e inquebrantables: responder afirmativamente cuando te pregunten por una canción diciendo que en un rato la pondrás (aunque sea mentira) y nunca beber más alcohol que los invitados (padrinos de los novios incluidos).
Trabajar mano a mano con algunos de los artistas más importantes de los últimos veinte años o recorrer los estudios de grabación más prestigiosos del planeta rodeado de malabaristas del protools es una ocupación mucho menos sofisticada y peligrosa que poner discos hasta el amanecer rodeado de tipos con las corbatas cortadas fumando puros manoseados mientras berrean en corrillos etílicos el “lololo” del ‘I will survive’ de Gloria Gaynor. Eso es verdadero espíritu punk. En comparación, el trabajo junto al artista global pertenece al mundo de los paseos en carrito de golf, palmeras tropicales, burbujas de champán y mujeres de soponcio a medio camino entre un spa de lujo y la hacienda en una isla paradisiaca del villano de una peli de James Bond.
Durante un tiempo, difícil precisar cuánto, ser DJ en una boda tuvo un aura de prestigio e importancia, un cargo relevante en el organigrama de la celebración. Justo por detrás del cura y delante del cocinero, fotógrafo, padrinos y resto de figurantes, la silueta del DJ emergía como la verdadera estrella del evento, solo eclipsada (y no siempre) por los novios. El DJ sujetaba sobre sus hombros el éxito o fracaso en el día más importante en la vida de la pareja, donde la felicidad y que la fiesta fuera recordada como algo memorable estaba en manos de sus ágiles reflejos y decisiones musicales acertadas. Claro, eso era antes, en los tiempos del vinilo o el CD. Ahora todo se reduce a una maldita playlist o una conexión wifi. Ya resulta imposible decirle a la novia que no trajiste el tema central de “Titanic” con la insoportable interpretación de Celine Dion, una verdadera lástima.
Con dieciocho años ya ponía discos en bares y en cualquier fiesta que se prestara, aunque no empecé a pinchar en bodas hasta mediados de los noventa, primero como asistente logístico (una labor que básicamente consistía en acompañar a un amigo para que éste no bebiera solo), y más adelante en solitario o en compañía de cualquiera que quisiera privar gratis (algo a lo que ninguno de mis colegas renunciaba fácilmente, enfermizamente adictos a las barras libres).
Llevarte a un amigo de acompañante tenía varias ventajas. Además de poder estar de cháchara como en cualquier bar de Malasaña, podías ir al baño o a la barra del bar completamente despreocupado las veces que quisieras sabiendo que tu asistente logístico estaba al mando de los platos durante tu ausencia, y mucho más importante, el amigo te ayudaba en la parte física a la hora de descargar y montar el equipo y luego desmontarlo y volver a cargarlo, algo poco glamuroso pero parte fundamental en el proceso. Con el tiempo los salones de boda empezaron a tener equipos propios fijos, facilitando bastante la labor de carga y descarga, eliminando a los asistentes logísticos de la ecuación y por supuesto, pagando menos, momento en el que decidí alejarme de los banquetes de boda para siempre.
Un pinchadiscos de bodas podía ganar mucho dinero. Escúchenme un momento, les estoy hablando de mucho dinero para un muchacho sin oficio conocido claro. Desde el vals, momento en el que el contador del DJ se ponía a cero, hasta la hora del cierre, algo que variaba entre las tres y las seis de la madrugada en función del recinto, el sueldo mínimo era de 25.000 pesetas, generalmente 35.000 y extraordinariamente 50.000 o más. Al cambio, entre 150 y 300 euros, una o dos veces al mes, veinte veces al año. Bien, de acuerdo, están pensando en David Guetta o Eric Morillo y en una sesión de 100.000 euros haciendo el mamón con un USB durante noventa minutos y esto les parece poco. Si lo piensan bien coincidirán conmigo que tener veintidós años y recibir una media de 200 euros veinte veces cada año a cambio de beber copas mientras pones discos con un amigo no era un mal plan. Teniendo en cuenta que los días en los que no pinchaba en bodas hacía exactamente lo mismo en cualquier casa anónima sin recibir ninguna recompensa económica, el empleo de DJ de bodas era un verdadero regalo.
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Resulta entrañable el mimo con el que los novios preparan cada detalle de su enlace. Generalmente, los novios (en realidad era una labor que realizaba exclusivamente ella, aunque en nombre de los dos, claro) te proporcionaban un listado con las-canciones-que-no-pueden-faltar, entre las que por supuesto se incluía la favorita de él, la favorita de ella, la favorita de la pandilla para que llegado el momento pudieran rodearlos y cantarla a voz en grito y por supuesto, la canción favorita de los dos, o también conocida como nuestra canción, momento (obviando el vals) en el que la joven pareja iluminaba con sus felices sonrisas y relucientes trajes toda la fiesta ante el emocionado llanto de familiares y amigos coreando ensordecedores “vivan los novios” por toda la sala.
Gracias a las bodas he descubierto verdaderas joyas populares que me han proporcionado momentos inverosímiles de profundo placer musical. ¿Quién puede resistirse al ‘Sweet Caroline’ de Neil Diamond? ¿Y a horteradas como ‘Escape’ (The Pina Colada Song)’ de Rupert Holmes, ‘I’m your man’ de Wham!, ‘9 to 5’ de Dolly Parton, ‘Nothing’s gonna stop us now’ de Starship, ‘Footloose’ de Kenny Loggins, ‘Making love out of nohing at all’ de Air Supply, ‘Hot stuff’ de Donna Summer o ‘Living in America’ de James Brown? Si, canciones todas ellas prescindibles, pero ideales con tres gin-tonics en el cuerpo. He disfrutado pinchando ‘Abrázame’ de Julio Iglesias, ‘Gloria’ de Umberto Tozzi, ‘Mi gran noche’ de Raphael y ‘Borracho’ de Los Brincos, y puedo defender de manera entusiasta el ‘Azul’ del oxigenado Christian, el ‘Pavo real’ de José Luis Rodríguez “El Puma”, la enorme ‘Te estoy amando locamente’ de Las Grecas o la exuberante ‘La vida es un carnaval’ de Celia Cruz. Ya sé que solo de pensarlo se les están disparando las ganas de bailar y están recordando la última vez que hicieron el baile del ‘Tiburón’ con la mano haciendo de aleta sobre la espalda. No pasa nada, todos hemos pasado por eso, disfruten con sus recuerdos.
A pesar de la imbatible lista que acabo de enumerar, de todos los discos que he pinchado “Saturday night fever” es sin duda la joya de la corona, el que nunca falla, el que siempre funciona. Si por accidente solo pudiera llevarme un disco y tuviera que hacer la sesión con una sola copia, estos setenta y cinco minutos garantizarían bastante fiesta, incluso si lo pusieras dos veces seguidas, una maravilla musical etílico festiva sin rival que le tosa. Todo el mundo sabe que la boda no arranca si no hay baile de vals igual que no hay cachondeo sin ‘Paquito El Chocolatero’ ni momento “me-he-tomado-tres-copas-y-con-esta-ya-me-suelto” al escuchar
‘Stayin’ alive’. Esto es así, sencillo como las matemáticas elementales y una prueba definitiva del magnético poder de unas canciones concebidas para mover el esqueleto (si, ya sé que es una frase algo anticuada pero uno ya tiene una edad, detalles así me delatan). Si no sonríes y te balanceas aunque solo sea ligeramente al escuchar la voz en falsete de los Bee Gees en la intro de la canción seguramente estés muerto. Y si has llegado hasta aquí, por suerte para ti ese evidentemente no es el caso.
Esta banda sonora es un maravilloso artefacto que documenta una época y funciona increíblemente bien con el paso del tiempo. La música disco vivió apretujada entre el sándwich del movimiento punk y la nueva ola, haciendo que su supervivencia hasta nuestros días sea poco menos que un milagro. Y este álbum es una potentísima colección de canciones, por encima de cualquier otra lectura sesuda, una exhibición de glamur bailongo imbatible, un trabajo fabuloso se mire por donde se mire.
La música disco se convirtió en un fenómeno de masas gracias a esta película y a su música. Este disco no es solo la banda sonora de una película taquillera, a pesar de vivir obligatoriamente asociadas. “Saturday night fever” es la banda sonora de muchas vidas, la música que ejemplificó de una manera muy concreta un movimiento cultural irrepetible, unas canciones que hoy mantienen el pulso con cualquier hit contemporáneo sin despeinarse, un álbum en definitiva demasiado bueno como para dejarlo pasar por el hecho de tener al bueno de John Travolta apuntando al cielo con su dedo en la portada. Estamos ante un disco que provoca el ejercicio de nuestra memoria y hace florecer nuestros recuerdos. No es necesario haber vivido el momento, yo era un niño de apenas seis años cuando la estrenaron (igual de niño que cuando estrenaron Star Wars, película que por supuesto no vi en el cine y que me pertenece legítimamente), pero el poder de sus canciones trasciende generaciones mágicamente y las haces tuyas sea el año que sea. He visto la película muchas veces y todas muy lejos del momento temporal que representaba, y siempre con la sensación de formar parte del movimiento, un “yo estuve allí”, la maravillosa energía de esas pocas canciones que de vez en cuando trascienden para quedarse para siempre.
Publicado en EfeEme http://www.efeeme.com/placeres-culpables-saturday-night-fever/
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Journey

Journey
“Greatest hits”
COLUMBIA, 1988


“Sabes, la música realmente buena no es sólo para escuchar. Es casi como una alucinación”. Iggy Pop.
Resulta completamente inexplicable mi devoción por este grupo de AOR. Exagerados, empalagosos e indiscutiblemente horteras, las canciones de Journey tienen la extraordinaria capacidad de contagiarme grandes dosis de optimismo intrascendente sin reclamar nada a cambio. Me explico. Algunos pocos álbumes te ofrecen una sensación de euforia (me viene a la cabeza el “Funeral” de Arcade Fire) pero lo hacen como cobrándose el favor, siempre le debes algo al maldito Will Butler por haber escrito ‘Wake Up’. Bien por William por hacer una canción formidable, pero mal por llamar cada noche antes de acostarme para preguntar si me ha gustado. Con el “Greatest hits” de Journey esto no ocurre. Después de pasarlo bomba con sus melodías de supermercado, solos de guitarra hiper vigorizados y estribillos desechables de saldo, los olvidas hasta la próxima vez con la seguridad de saber que Journey siempre te estarán esperando. Aquí no hay tiempo para discutir de calidades ni patrañas similares. Son canciones para pasarlo bien, la esencia de la filosofía hedonista del rock and roll, nada más.
No es obligatorio, pero sumergirse en una experiencia norteamericana de high school durante un año entero ayuda terriblemente a comprender los matices de la grandeza de Journey. Uno entiende muchas cosas cuando asiste a los bailes en el gimnasio del colegio vestido con un smoking horroroso con pajarita rosa fucsia, cuando comparte tardes de pizza en un sótano viendo hockey sobre hielo, cuando anima al equipo Varsity de Football sin tener ni pajolera idea de las reglas del juego, cuando ve llorar a las cheerleaders emocionadas de verdad escuchando una insufrible canción de amor. ¡Esto es América! Igualito que en las películas.
Cuando les vi por primera vez asomarse al televisor del salón de mi casa en Ohio quede boquiabierto. Steve Perry correteaba por un gigantesco escenario ataviado con unas mallas de ciclista y una levita de mago sin nada debajo, un espectáculo de pésimo gusto y estilismo lamentable. Pero fíjate tú, las canciones de aquellos americanos molaban. El caso es que este muchacho de gorgorito fácil cantaba muy bien, y lo que es más importante, tenía a los 80.000 espectadores que abarrotaban aquel estadio completamente rendidos a sus pies. En Sunbury, un remoto y minúsculo pueblo a cuarenta y cinco minutos de Columbus –capital del estado de Ohio–, me asaltó la curiosidad por aquellos horteras gamberros de manera casi inmediata. Reconozco que aquellos que no hayan vivido las entrañas de un high school como ecosistema sociológico tendrán muchos más problemas para acercarse a este disco de una manera comprensiva. Eso se entiende mejor cuando uno ha estado allí, no cabe duda.
Si hubiera un grupo que liderara las listas de reproducciones culpables, Journey debería ser uno de los gallos del corral. En público nadie parece reclamarles para formar parte de su equipo, aunque todos sabemos que en privado (estos tíos han vendido casi cien millones de discos) la cosa cambia. Este es y será el único álbum de “Greatest hits” en mi colección de Placeres Culpables (hasta el último minuto, el disco de éxitos de los Eagles estuvo en seria competencia), seguramente la mejor colección de canciones del vilipendiado AOR. Sólo les digo una cosa: todo lo que les hayan contado acerca del género es mentira, no está tan mal como imaginan. Pero claro, eso la gente no lo sabe.
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Este álbum es el santo grial del AOR (adult oriented rock), esa variante del rock clásico algo edulcorada dirigida a un público rockero más conservador, amigo de los estribillos, melodías y armonías vocalesen definitiva un rock apto para casi todos los públicos sin la aspereza del rock puro. En algunos círculos también es conocido como soft rock, que como el propio nombre indica es suave y por lo tanto mucho más moña si cabe. Journey, Boston y Toto forman la santisima trinidad del género, pero no se vayan a pensar: grupos oficialmente buenos como Supertramp, Fleetwood Mac o The Eagles practicaban las mismas estrategias estilísticas para alcanzar sus objetivos de ventas, aunque –afortunados– la crítica fue mucho más benévola con sus cancioncillas ligeras.
Nos encontramos ante un álbum clásico. “Journey: Greatest hits vol 1” (en realidad no hay tal volumen 1, pero al existir una colección denominada “Volumen 2”, mucho menor y compuesta por los sencillos de su última etapa, hago esta pequeña aclaración) es un disco de rock adulto que cuenta historias de juventud (paradojas de la vida, ¡qué cosas!). Es infeccioso, inyecta energía y tiene mucha fuerza (una fuerza atlética y de levantar pesas si quieren, pero fuerza al fin y al cabo). Sus canciones hablan de los primeros amores, los primeros besos, el primer baile del colegio, describe familias desestructuradas, la perdida de la inocencia y resto de clichés de la post adolescencia estadounidense (en el resto del mundo las cosas son diferentes). Y muy importante, ¡este disco tiene un porrón de éxitos! Hay muchos discos “greatest” que no tienen nada “great” en su interior, no me hagan poner ejemplos que me entra la risa floja. Este no es el caso. Todos los títulos aquí incluidos fueron éxitos en mayor o menor medida y el título responde exactamente a lo que ofrece su interior.
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La formación original de Journey se junta en San Francisco en 1973, organizados por el manager de Carlos Santana, Herbie Herbert. La primera formación contaba con Ross Valory al bajo y Neil Schon a la guitarra (elementos esporádicos de la banda de Santana) y el batería Aynsley Dunbar, que había tocado con Lennon y Zappa. Después de tres discos intrascendentes donde Journey no encuentra el foco musical adecuado, deciden cambiar de estilo, viajando desde el rock progresivo de sus comienzos a una propuesta abiertamente AOR fichando a Steve Perry como voz principal. Los discos de platino empiezan a llegar y Journey coloca varios singles de éxito en el top 100 de Billboard, y con la llegada de Jonathan Cain a los teclados y sintetizadores en 1981 el grupo se adentra en los mejores años de su carrera. “Escape”, octavo disco de la banda y con más de veinte millones de copias despachadas, entró al número 1 de las listas e incluyó tres éxitos en la lista de singles: ‘Who’s crying now’, ‘Open arms’ y, sobre todo, ‘Don’t stop believin’ (canción que en 2009 se convirtió en la más vendida de la historia en iTunes de aquellas no editadas después del año 2000). La época dorada del grupo coincidió con la llegada de Cain, una suerte para Journey que se estuviera desmontando su anterior banda, The Babys (donde también estaba John Waite quién posteriormente arrasaría con el one hit wonder ‘Missing you’ canción por la que los nietos de sus nietos seguirán cobrando derechos de autor), y que junto a Perry y Schon pudieran crear un equipo de compositores francamente respetable y para muchos irresistible. Con sus melenas de corte mullet, Journey devolvieron a las listas la grandeza de los sonidos melódicos, las armonías vocales disparatadas y los solos de guitarra desproporcionados. Eso sí, siempre con un batallón de buenas canciones en cada disco. Eran horteras, mucho, pero también grandes músicos. Cain y Schon son de los mejores solistas de su generación y Steve Perry, perdonen la insistencia, canta condenadamente bien.
Los horteras y vendidos de Journey tienen en las estanterías de sus casas dos discos de oro, ocho álbumes multi platino, un disco de diamante, siete álbumes consecutivos con ventas de un millón o más, cincuenta y tres millones de discos vendidos solo en USA, noventa y cinco millones en todo el mundo, dieciocho sencillos en el top 40 y seis de ellos en el top 10. Les cuento todo esto por si de repente se habían despistado y pensaban que esto de Journey no iba en serio. Los chicos de la bahía pegaron muy fuerte. “Greatest hits” se publicó en 1988 en discos Columbia y hasta la fecha es el disco más vendido del grupo, manteniéndose trescientas treinta semanas en las listas del Billboard 200 (el disco de éxitos más longevo de la historia, sólo superado por el “Legend” de Bob Marley) y cada año despacha medio millón de ejemplares sin despeinarse. Supongo que alguna cosa debieron hacer bien para convencer a tanta gente.
El disco se abre con el riff de teclados de ‘Only the young’, tiene un solo de guitarra estupendo y Steve Perry canta de maravilla. Perdonen la falta de matices en la descripción armónica del sencillo, pero aquí no hay más detalles posibles, es AOR a piñón fijo. ‘Don’t stop believin’ es con seguridad su canción más conocida. La intro creciente de piano es ya una marca registrada del grupo y Perry canta como siempre, es decir, muy bien. Y los solos de guitarra y bajo sorprenden por su virtuosismo también eficaz. Es una canción mil veces versionada, mil veces parodiada, y uno de los estándares de la oferta rock norteamericana de los últimos cuarenta años, apareciendo en iconos televisivos yanquis, como el episodio final de Los Soprano o Padre de familia, el símbolo musical de la serie Glee y el himno no oficial de las series mundiales de béisbol. Olvídense de los perritos calientes y los taxis amarillos de la ciudad de Nueva York. ‘Don’t stop believin’ es más americano que Star Spangled The Banner, señores.
Le siguen ‘Wheel in the sky’ y ‘Faithfully’, una de esas baladas gigantes que utilizan el piano como herramienta emocional, la mejor interpretación vocal de Perry y una de las canciones moñas más bonitas de todos los tiempos. Lejos de ser un hit, ‘I’ll be alright without you’ es una de mis favoritas, con una guitarra heredada de los mejores pasajes ambientales de David Gilmour en Pink Floyd. La canción ‘Anyway you want it’ es pura nueva ola y muy divertida y yo la descubrí por casualidad un día trasteando entre los vinilos de mi padre como parte de la banda sonora de la película “Cadyshack” (malísima, por cierto). En ‘Ask the lonely’, guitarras y teclados como si no hubiera mañana; ‘Who’s crying now’, sintetizadores a porrillo; ‘Separate ways (worlds apart)’, quizás musicalmente su mejor canción; ‘Lights’, con un rollo bluesero, ‘Lovin, touchin, squeezin’, más medios tiempos, ‘Open arms’, una de las baladas más lloronas que se haya escrito (las chicas de mi instituto americano se desmayaban –en realidad no, pero casi– sólo con escuchar las primeras notas). ‘Girl can’t help it’ es la más adulta dentro del rollo adulto del adult oriented rock, no sé si me entienden. ‘Send her my love’ es una balada con punteo de guitarra infinito y ‘Be good to yourself’ es rock and roll festivo para cerrar un disco con quince canciones increíbles que me llevan de viaje nostálgico a 1988.
Como casi todos los artistas dentro del nicho AOR, Journey fueron acusados de simples y vendidos (en sus inicios allá por 1973 exploraron territorios cercanos al jazz y el rock progresivo, géneros “muy comerciales”, como es bien sabido). Su triunfo en 1981 con el álbum “Escape” basado en una fórmula de buenas interpretaciones instrumentales y una sólida visión comercial coincidió en el tiempo con la debacle de “Abacab” de Genesis, grupo que de alguna manera ocupaba el hueco de artista vendedor pero creíble. Las opiniones vertidas sobre la banda casi nunca mencionan que este grupo sabía tocar, es más fácil obviar las partes técnicas de su propuesta antes de reconocer que no hay nada malo en ellos si uno se acerca con ganas de pasarlo bien. En este género, me atrevería a decir que por encima de cualquier otro, los prejuicios han sido verdaderamente idiotas. Si algo bueno tiene el AOR es su incapacidad de ser neutral. O te gusta o lo detestas. Cualquiera que tenga alguna duda sobre su posible afinidad con el género sólo tiene que escuchar el “Greatest hits” de Journey para saber si está hecho para él. Es un test rápido, si después de ‘Anyway you want it’ no se te mueve nada por dentro, cambia inmediatamente a Bjork, Coldplay o Pablo Alborán , el AOR no es lo tuyo. Además no hay mejor disco de AOR que este, así que cualquier esfuerzo posterior es inútil, así de sencillo.
En algún momento del mes de enero de 1989 agarramos un coche y viajamos desde Columbus hasta la ciudad de New Jersey. En el camino hicimos noche en Philadelphia, lugar en el que me hice una estúpida foto en las escaleras que subía Sylvester Stallone en “Rocky”. Jugamos en las tragaperras de Atlantic City y pasamos dos noches en un hotel cerca de Central Park. Fueron cinco días en total, aproximadamente dieciséis o dieciocho horas por trayecto, varios miles de millas recorridas en un utilitario americano y una sola cinta en el reproductor de cassettes. ¿Lo adivinan? Mi hermano y yo escuchamos el “Greatest hits” de Journey no menos de veinte veces, aprendimos cada punteo con nuestras guitarras imaginarias, tocamos los teclados en el salpicadero del coche, intentamos imitar las notas altas de Perry y, permítanme el momento cursi, fue un viaje maravilloso. Journey, para bien o para mal, quedaron grabados como una parte importante de la banda sonora de mi vida. Los puedo escuchar mil veces y siempre me hacen esbozar una sonrisa tonta de manera inconsciente, una de esas cosas del poder de la música donde cada cual escoge libremente lo que le emociona cuando le da la gana, ya saben, don’t stop believin.
Publicado en EfeEme http://www.efeeme.com/placeres-culpables-greatest-hits-de-journey/
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Eurythmics

Eurythmics
“Sweet dreams (are made of this)”
RCA, 1983


“En Inglaterra tenemos esta música llamada ambient… Ambient-tecno, ambient-house, ambient hip-hop, ambient tal, ambient cual…”. Brian Eno.
Publicado en 1983, el álbum “Sweet dreams” cambió significativamente las reglas del synth pop. Dave Stewart, un aplicado guitarrista, y Annie Lennox, una voz en ocasiones demasiado atlética, encontraron en la tecnología y el espíritu punk del DIY los ingredientes definitivos para desarrollar la fórmula del éxito. Eurythmics crearon canciones de pop esbelto absorbiendo influencias que viajaban desde el sonido Motown hasta herencias de Suicide, Lou Reed o el soul glacial del “Low” de Bowie. Demasiado jóvenes para ser hippies, demasiado mayores para alistarse en el ejército punk y no lo suficientemente cultos para ser tomados en serio por los seguidores de Krafwerk, no tuvieron más remedio que inventarse un espacio en el género. Su reinado fue efímero (el rock volvería a reinar a partir de 1985), pero durante un cuarto de hora la chica de pelo naranja fue la estrella más rutilante del planeta logrando un éxito mainstream sin precedentes entre los artistas de máquinas.
A principios de los ochenta, cuando yo tenía once o doce años, ordenar grupos por estilos era algo relativamente sencillo para mí. Sin contar con la música culta, resumida en los compositores clásicos y el jazz, mi clasificación de todo lo que se podía escuchar por la radio en 1983 estaba directamente relacionada con los utensilios que los artistas usaban a la hora de crear sus composiciones. Los grupos de rock utilizaban batería, bajo y un número variable e indeterminado de guitarras y por lo general todos ellos incluían la figura de un señor cantando. Cuando el artista reemplazaba los instrumentos tradicionales por cajas de ritmos y sintetizadores, utilizando secuenciadores MIDI, samplers y loops que formulaban un sincronizado y repetitivo chunda-chunda dentro de un compás 4/4, lo llamaba, simplificando al máximo, música tecno. No había más. Entonces resultaba extraordinariamente sencillo agruparse en un género musical y formar parte de una comunidad, algo que en cierta medida echo de menos.
Han pasado más de treinta años y las cosas ahora se han complicado demasiado. Resulta verdaderamente complejo comprender los matices que diferencian el ambient del chill out. ¿Pretende el trance hacerte entrar precisamente en trance? Me confunde que llamándose drum n’ bass no haya un tipo melenudo aporreando una batería. ¿Está emparentado el trip hop con el hip hop? Eso por no mencionar el bakalao. ¿En qué demonios estaban pensando cuando le pusieron ese nombre y erigieron a Chimo Bayo como héroe contracultural? ¿Es el jungle un artefacto sonoro creado por animales recién salidos del zoo? Y el house, ¿es algo que sólo puedes disfrutar estando en casa? No lo creo, y por más tiempo que le dediquen a explicármelo no tengo la menor idea que es eso del krautrock, progressive, deep, dub o glitch. Es más, ni siquiera me he esforzado en intentar descifrarlos. Reconozco que tecno puede ser un término un tanto anticuado, y reconozco también que para los especialistas del gremio recapitular toda la producción de música electrónica en un solo género abreviado puede parecer una denominación de origen un tanto simplista por mi parte. No lo niego, es más, puede que tengan razón. Pero para mí, y me temo que para la mayoría de individuos de mi generación –incluyendo a los más modernos– , el estilo de música electrónica realizado a través de computadoras se resume con el nombre de música tecno.
Atendiendo exclusivamente a detalles cronológicos, el primer artista tecno del que tengo un recuerdo verdadero es, y estoy bastante seguro de esto, Azul y Negro. Antes de que los ciclistas se doparan sistemáticamente, las grandes vueltas eran un acontecimiento televisivo ciertamente muy popular. Es posible que estos esforzados héroes de las carreteras se drogaran también durante la década de los sesenta y setenta, ¡o incluso antes! ¿Quién en su sano juicio no lo haría si tuviera que enfrentarse a 3.000 kilómetros de valles y montañas durante tres semanas de manera ininterrumpida?
En los 80 el ciclismo vivió su etapa de máximo esplendor (una edad de oro que vivió una resurrección durante la gesta de Perico Delgado en el Tour de Francia en 1988, y el periodo hegemónico de Miguel Induráin en la misma ronda algunos años más tarde). En 1982, soñar con levantar la copa del mundo, ganar Roland Garros casi todos los años, ver jugar a un español el partido All-Stars de la NBA o tener a un piloto al que animar montado en su Formula 1 eran cosas que disfrutaban otros países y a las que los españoles ni siquiera aspirábamos. Nos gustaba el Brasil de Sócrates y Zico, vibrábamos con Connors y McEnroe, la NBA de Bird y Magic Johnson parecía verdaderamente mágica y éramos un poco más de Senna sólo porque Prost tenía pasaporte francés. No creo haber sentido frustración por no tener un deportista español a quién animar siendo niño, sencillamente no contabas con ello.
Con la llegada de Induráin el Tour de Francia se hizo muy popular, congregando a familias enteras frente al televisor durante la hora de la sobremesa. Gracias a Miguelón sacrificamos la siesta pero aprendimos geografía. La gente hablaba de los Campos Elíseos o el Alpe d’Huez con verdadera erudición, como si se tratara de la Gran Vía o de una montaña delante mismo de sus casas. El Tour (la Grand Bouclé en la tertulias de cafetería) introdujo en nuestras vidas palabras nuevas. Las barras de bar de media España discutían sobre la conveniencia o no de usar una rueda lenticular durante la decisiva etapa cronometrada, y todos sin excepción utilizaban las palabras pelotón, abanico, escalador, tumba abierta, pájara, montonera, rompe piernas, escapada y, por supuesto, serpiente multicolor, en perfecto contexto durante sus animadas charlas. De no existir Laurent Fignon, un tipo alopécico con unas gafas modelo John Lennon y un carácter terrible que aparentaba 57 años, y su rivalidad hercúlea y enfermiza con su compatriota Bernard Hinault, ciclista entrado en kilos que a su vez parecía el padre de Fignon, nadie hubiera dedicado un solo minuto al Tour de Francia.
La temporada ciclista también traía las carreras de chapas al patio del colegio, donde podías jugar de manera individual o en pareja. Yo casi siempre formaba tándem con Daniel Fernández, un chico con una pierna quince centímetros más corta que la otra. La pierna corta era tan delgada como su brazo y tenía pegada una cuña a modo de alzador en su zapato que debía pesar por lo menos medio kilo o más. Siempre sonreía y contaba chistes de gente tuerta o coja, y con las dos palmas de las manos diseñaba los circuitos en las polvaredas de la escuela. Cuando llovía no teníamos recreo por lo que solo hacíamos las carreras cuando la tierra estaba seca, levantando altísimas columnas de polvo que llegaban desde la calle Pez Volador hasta la M-30. El circuito incluía largas rectas, curvas pronunciadas, algún terraplén y una línea de meta marcada con un destornillador de estrella. Una chapa de Mirinda o de Kas con la foto recortada de tu corredor favorito pegada sobre una firme base de plastilina hacía el resto.
Para mi chapa siempre escogía a José Luis Laguía. En las grandes vueltas ciclistas existen dos categorías incomprensibles y, lo que es peor, dos triunfos absolutamente inútiles a pesar del titánico esfuerzo necesario para lograrlos: el gran premio de la montaña y el de las metas volantes. Yo entonces no lo sabía, y el hecho de que Laguía fuera todo un campeón, aunque sólo durante el rato que ascendía en dirección a los Lagos de Covadonga, me parecía un sólido argumento para escogerlo como parte de mi equipo. Además, el resto de niños ya habían pegado en sus tapones las caras de Eric Caritoux, Sean Kelly o Robert Millar, convirtiendo a José Luis Laguía en la mejor elección del pelotón dadas las circunstancias.
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Azul y Negro dinamitaron las listas de éxito entre 1982 y 1983 gracias a la pareja de hits ciclo-turísticos creados para la sintonía de la Vuelta. ‘Me estoy volviendo loco’ en 1982, y ‘No tengo Tiempo’ sólo un año después (es realmente increíble que con aquel “…con los dedos de una mano…” del estribillo la canción llegara a ninguna parte) fueron la aportación española al mundo del tecno a principios de los ochenta. Es verdad que dentro del tecno hispano hubo otros grupos antes y posiblemente mejores que Azul y Negro. Aviador Dro fueron los auténticos pioneros, con esa estética futurista, un fuerte componente punk en su ideología y unos temas en los que hacían crítica del sistema y loa de las máquinas y la ciencia. ‘Alas sobre el mundo’ es un estupendo disco de debut (álbum que incluye el himno ‘Selector de frecuencias’). Visto en perspectiva, lo cierto es que ni Aviador Dro ni Esplendor Geométrico eclipsaron la importancia del dúo de Madrid en lo que a la popularización del género se refiere. Azul y Negro, formado por Carlos García-Vaso y Joaquín Montoya, publicaron en 1981 “La Edad De Los Colores”, reeditado al año siguiente gracias al éxito de ‘Me estoy volviendo loco’, tema que no iba en el vinilo, que contenía grandes temas de tecno pop como ‘Catedral de sal’, ‘No controlo nada’, ‘No queda paz’ o ‘La torre de Madrid’, dando forma a un disco dignísimo y perfectamente reivindicable. ¡Qué demonios!, quizá lo haga algún día.
Pero en lo que al uso de sintetizadores se refiere –y a pesar de que Depeche Mode o New Order molaban más–, mi verdadero momento revelador llegó la primera vez que escuche la intro de la canción ‘Sweet dreams’ de un dúo inglés llamado Eurythmics. Stewart y Lennox se conocieron a finales de los 70 formando parte del grupo de punk ligero The Catch (luego The Tourists). Su propuesta cercana a la new wave apenas llama la atención y tras su disolución en 1980 crean Eurythmics, un plan artístico para poder desarrollar sus ideas de experimentación con la electrónica y el avant-garde.
Tomando su nombre de una serie de ejercicios pedagógicos que Lennox practicaba siendo niña, se lanzan abiertamente a la investigación de nuevos sonidos y a la tarea de escribir nuevo material con el sintetizador como herramienta principal, una suerte de Steely Dan robotizados.
Rápidamente firman contrato con RCA y después de “In the garden” (1981), un debut prometedor con mezclas de pop electrónico amable y sonidos psicodélicos, aunque no sería hasta la edición de su segundo trabajo “Sweet dreams (are made of this)” el que lograría llevarles al estrellato internacional.
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En 1982 el dúo se deshace prácticamente de todos los colaboradores externos y se convierten en los únicos elementos humanos de Eurythmics, definitivamente lanzados al uso de las máquinas como complementos musicales. Es verdad que contaron con otros músicos, pero estos no eran más que instrumentos con manos puestos al servicio de su creatividad. Los 3 primeros sencillos, ‘This is the house’, ‘The walk’ y ‘Love is a stranger’, en un principio no funcionan en las listas británicas, pero el triunfo estaba mucho más cerca de lo que nunca hubieran podido imaginar. En enero de 1983 se edita “Sweet dreams”, un hit estratosférico (aún hoy esa introducción sigue siendo una de las líneas pop más recordadas de todos los tiempos) y una canción que les ofrecería sitio asegurado en el olimpo del pop.
La oscura sucesión de la línea de bajo enlatado, la extraordinaria fuerza de una letra con un alto componente sexual y un video de potente dramatismo protagonizado por la rompedora imagen de una Lennox con el pelo naranja y de traje y corbata en una estética robada de Krafwerk fueron herramientas más que suficientes para el pelotazo. En relación al vídeo, digamos que no ha envejecido especialmente bien, pero ofrece algunos pasajes de lo más delirantes, como esa presencia de una vaca en las oficinas de lo que aparentemente parece ser una discográfica y que a mí me recuerda una barbaridad a la sala de juntas del ya derribado edificio de Sony en el Conde de Orgaz
Paradójicamente, el single no alcanzó el número 1 en Inglaterra (se quedó en el 2), pero sí lo hizo en los Estados Unidos, convirtiéndoles en uno de los iconos musicales de la época. Como no podía ser de otra manera, el éxito de ‘Sweet dreams’ devolvió la vida a los singles anteriores, especialmente a ‘Love is stranger’, que también triunfó en las listas. Del vídeo pocos comentarios, otro ejercicio freak muy “ochentas” con la andrógina Lennox de protagonista absoluta.
Dave Stewart produjo el disco junto a Robert Crash y Adam Williams –del grupo Selecters– utilizando un pequeño estudio portátil de 8 pistas. La idea era distanciarse de la leve psicodelia de su primer trabajo centrándose ahora en los sintetizadores analógicos. Lograron eliminar la sensación de música sin emoción que generalmente acompañaba a los grupos de synthpop, apoyándose en la voz de Lennox que ofrecía un toquecito soul dando un color mucho más dinámico a las canciones, y por extensión, mucho más amable para el gran público.
El disco se abre con ‘Love is stranger’, sexy, misteriosa y elegante. ‘I’ve got an angel’ con unas líneas de flauta con cierto aire fantasmagórico es una canción inquietante. ‘Wrap it up’, una versión de Sam & Dave con Green Gartside de Scritti Politti abunda en unos secuenciadores pesados dando un toque general bastante marciano. Hoy puede resultar una evocación hasta cierto punto casera, pero en 1982 aquella revisión electrónica de un clásico del soul era pura vanguardia y un brindis a la modernidad. ‘I could give you a mirror’ son más sintetizadores descarados justo antes de ‘The walk’, una de las mejores del disco, sutil y delicada y a la vez ardiente y provocativa y que fue extraída como sencillo en julio de 1982 con escaso éxito. Con todo, posee una textura maravillosa, con evocadores acordes de piano, fanfarrias de trompetas y más sintetizadores eficaces.
La cara B despega con ‘Sweet dreams (are made of this)’, indudablemente la canción más memorable no sólo del disco, sino de toda la carrera del grupo. Una pieza sublime, un trabajo fantástico, posiblemente la quintaesencia del pop sintético, oscuro y apocalíptico. Contiene una melodía deslumbrante de la que es materialmente imposible escapar, esconde alma bluesera donde la garganta de Lennox suena primitiva, desesperada y grande, incluso cuando lo hace en falsete, una obra maestra del pop de todos los tiempos. La canción nació fruto de la urgente necesidad del grupo por despachar un éxito tras el tibio (siendo muy generosos) recibimiento de su primer disco y responde a situaciones desesperadas por las que atravesaron incluyendo momentos de pobreza (literalmente estaban sin un clavo). ‘Sweet dreams’ no es solo una canción de éxito, se trata de un triunfo personal ante las adversidades de la vida. La canción les hizo increíblemente ricos, pero faltó muy poco para que hoy nadie supiera quiénes eran aquellos dos tipos raros.
‘Jennifer’ es brillante y una de mis favoritas. Cuenta de manera hermosa una historia dramática y duele, y es tremendamente emocionante con esos aires de marcha fúnebre folk, una línea de bajo sintético marca de la casa, un sabor a Philip Glass y a Joy Division y la pregunta sin respuesta de Lennox cuando masculla eso de “Jenniffer, where are you tonigh?” envuelta en unas guitarras de Stewart que contagian rabia en una canción verdaderamente preciosa.
‘This is the house’ incluía una introducción en español al más puro estilo de las clases de inglés de Follow me, “esta es la casa, este es el cerro, esta es la historia de algo chiquitito…”. Es divertida, muy soulera, con un bajo infatigable y una sección de metales típica de la época, un conjunto de guiños que en general podrían recordar al Bowie de la etapa “Let’s dance”, aunque todo cogido con alfileres. ‘Somebody told me’ es un tema que seguramente le ofreció a Madonna más de un truco para crear ‘Like a virgin’, y tiene el honor de ser la canción que telonea ‘This city never sleeps’, epílogo del álbum y una de las canciones más inmensas de su carrera, atmosférica, industrial. La mejor Lennox de todo el disco, con una letra asombrosa que envía un mensaje de soledad absoluta a pesar de estar en el medio de una multitud en una gran ciudad: “Paredes tan finas que casi puedo escucharles respirar, y cuando les escucho sólo oigo el latir de mi corazón”. Cuando la escucho yo imagino una estética propia de “Blade runner”, aunque fuese incluida en la banda sonora de la pajillera “Nueve semanas y media”. Aquí suenan trenes, guitarras que lloran y todo esconde misterio y mucha clase. Un cierre colosal.
Acusados de ofrecer discos incompletos (un par de buenas canciones por entrega y pocos más), su ascendente en toda la música electrónica de evidente corte comercial que estaba por llegar les debe mucho. Es verdad que heredaron algo de la ambición snob electrónica de Krafwerk, pero a diferencia de estos, no fueron tomados en serio por presentar canciones con forma de canciones, es decir, temas que pudieran ser cantados, tatareados, reconocidos por un público ávido de estribillos pegadizos. En este disco Eurythmics transformó el sonido sintético de la época electro-pop en música accesible. Los sintetizadores son los verdaderos protagonistas, pero inservibles sin la poderosa voz de Lennox, el legado de dos genios dispuestos a derribar sus límites físicos, financieros y emocionales. El resultado es música synth pop sin precedentes en la época, logrando capturar el calor y la emoción del sonido humano a través del uso de las máquinas, y lo que es más importante, una identidad inimitable en su sonido. Uno puede discutir sesudamente el academicismo del “Blue monday” de New Order o el componente hedonista de “I just can’t get enough” de Depeche Mode pero, siendo justos, “Sweet Dreams” se emparenta con lo mejor del género sacando pecho sin complejos.
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Con diez años, en algún momento de 1983, poco después de terminar la Vuelta Ciclista a España, ante el asombroso éxito de ‘Me estoy volviendo loco’ y una vez finalizada la temporada de chapas, oficialmente monté mi primer grupo de música serio con mi hermano pequeño Guillermo. Fue un proyecto musical breve, nunca llegamos a grabar ni componer una sola nota y a pesar de una excelente acogida nos separamos amigablemente sólo dos días después de formar el grupo. Armados exclusivamente con un pequeño teclado Casio VL-1 de color blanco salimos de gira actuando en la cocina, la terraza y el salón de casa (dos veces). Nuestro repertorio estaba compuesto por una única pieza: la demo que el Casiotone incluía por defecto en el aparato, una canción folk alemana llamada ‘Unterlanders heimwe’ (La nostalgia del lowlander) creada en 1824 por el compositor alemán Friedrich Silcher. Con un sencillo cambio de patrón, ‘Unterlanders heimwe’ sonaba a flauta, violín, trompeta o piano y podías cambiar el tempo, haciendo que fuera más lenta o acelerarla hasta velocidades de vértigo utilizando un dedo. Nunca un solo tema nos dio tanto ni hacer música fue tan sencillo. Aquel pequeño aparato japonés hizo que durante algún tiempo la profesión de estrella de rock rondara por mi cabeza.
Para mi desgracia, tres alemanes que se hacían llamar Trio (sí, eran tres y se llamaban Trio), tuvieron la misma idea y ocuparon la vacante de estrella de rock que yo me había reservado. El sencillo ‘Da Da Da (ich lieb dich nicht du liebst mich nicht aha aha aha)’, que utilizaba los ritmos pregrabados del Casio VL-1 vendió la interesante cifra de 13 millones de singles en 1982, y ante la poco probable posibilidad de repetir la misma jugada con éxito, con once años decidí convertirme en futbolista. Al menos hasta que terminara el mundial de Naranjito.
Publicado en EfeEme http://www.efeeme.com/placeres-culpables-sweet-dreams-made-de-eurythmics/
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Hombres G

Hombres G
“Hombres G”
TWINS, 1985


Claro que soy respetable. Soy viejo. Los políticos, los edificios públicos y las putas se hacen respetables si duran lo suficiente”John Huston (Chinatown)

Aquí lo tenemos, la madre de todos los “Placeres Culpables” nacionales, el pim-pam-pum del pop patrio, seguramente el grupo más disfrutado en silencio desde el descubrimiento del fuego. Con todos ustedes los Hombres G.
La calidad es un debate histórico de barra de bar en el que los españoles somos líderes mundiales. Con los años uno se acostumbra al “connoiseur” pedante dispuesto a sentar cátedra con debates estériles sobre lo bueno y lo malo y resto de mongoladas snobs, opiniones propias de gañanes, tanto como para descalificar abiertamente cualquier propuesta artística en el momento que un gran colectivo la defiende.
¿Pero qué demonios es eso de la calidad? A mí que me lo expliquen. La música pop nació como vía de escape juvenil, una herramienta de entretenimiento y diversión. Los grupos de rock en esencia solo aspiran a que sus cancioncillas alcancen al mayor número de gente posible, que su música guste sin entrar a valorar si es buena o mala (se presupone que para ellos es buena o deliberadamente mala o sencillamente lo que les da la gana hacer). ¿Y si a mí y a un puñado de freaks como yo nos gusta? ¡Pues a la mierda el que me acuse de hombre de pobre criterio!
El público, no lo olviden, siempre tiene la razón, y si uno echa la vista atrás y viaja hasta 1985 sería demasiado simplista calificar de bobo el fenomenal triunfo social y musical de los Hombres G. Cada uno es propietario de sus recuerdos y emociones y tiene interiorizado su propio control de calidad, una de las pocas cosas de las que el ser humano como individuo apasionado es dueño de verdad.
Críticos especializados, la industria musical y resto de actores que forman el ecosistema de un negocio precioso (¡vender y hacer llegar propuestas artísticas a la gente es un oficio maravilloso!) tienden con demasiada frecuencia a mirarse el ombligo con adulaciones equivocadas y castigos injustos, no dejando que la gente escuche libremente y juzgue de manera independiente. Cuando pienso en ello siempre me vienen a la cabeza los islandeses Sigur Rós, grupo minimalista adalid de la modernidad sistemáticamente entronizado por el “chou bisnes” más recalcitrante. Nada que objetar. Ni se me pasa por la cabeza menospreciar su propuesta. Una vez escuchados, mi criterio personal me envía un sms instantáneo al cerebro con el mensaje “me aburro”. ¿Acaso no son “buenos” estos muchachos de Reyjkavik? Honestamente, no tengo la más mínima idea, y seguramente ni siquiera tengo el nivel necesario para merecer apreciar su música. Lo que sí sé es que los Hombres G (y Paco De Lucía, James Taylor o Damien Rice, no se vayan ustedes a pensar) me ofrecen unas emociones (las que sean, al fin y al cabo son las mías) a las que los chicos de Sigur Rós no alcanzan, lo que me lleva a pensar en voz alta que tal vez sea la primera vez que la música de David Summers y Sigur Rós se asocian en un mismo párrafo. ¿No es el pop maravilloso?
Hace ya algunos años David Summers se encontraba en la fase terminal de su intento por despegar una carrera en solitario que por mucho que uno se esforzase no acababa de cuajar en términos de ventas. Yo trabajaba en Warner y era su jefe de producto, esa figura que intentaba unir las conexiones entre artista, manager y compañía con algo de orden. Viajaba con él a conciertos y acciones promocionales y teníamos mucho tiempo libre para escucharnos el uno al otro en taxis, coches de producción, camerinos, habitaciones de hotel y aeropuertos. En mayo de 2001 hablábamos en una humeante habitación de unos modestos apartamentos en Chicago poco después de que el público que abarrotaba el House Of Blues hubiese despedido en pie entre interminables aplausos la actuación de David y su solvente banda de músicos.
Parecía del todo imposible explicarse como un artista que era capaz de reventar escenarios de Anaheim, Chicago o México D.F. hubiese pasado completamente inadvertido tan solo una semana antes durante una firma de discos en un conocido centro comercial de Zaragoza. El cantante, el estilo y las canciones eran las mismas (más o menos), pero para el público aquello no eran los Hombres G. Y sobre las posibles razones del esquinazo comercial de su público en España debatimos en aquella habitación de Chicago sin llegar a ninguna conclusión coherente. Bueno, en realidad mi conclusión más relevante era que aquel tipo había amasado una cantidad colosal de canciones populares y “Devuélveme a mi chica” era uno de los hits más simples y a la vez más incontestables del pop español. No muchos años después, el mismo cantante, el mismo estilo y las mismas canciones llenarían el estadio Vicente Calderón de Madrid, un episodio histórico para un artista local.
Al más puro estilo de una de esas tertulias viejunas de los domingos por la tarde, podría decir que me une una relación sentimental con las canciones del primer disco de Hombres G (el de la portada rosa con el “Profesor Chiflado” de Jerry Lewis) o simplemente que su música me transporta a un espacio temporal de nostalgia infinita donde cualquier posibilidad de crítica objetiva es imposible. Pero no, esto no es un ejercicio nostálgico. A las primeras canciones del cuarteto madrileño casi todos llegamos de una manera mucho más elemental: estábamos allí con 14, 15 o 16 años cuando se editó aquel disco y sencillamente fue literalmente imposible escapar. Publicado en marzo de 1985, fue sólo un álbum de éxito y que sin remedio escuchamos a todas horas (si, tú también) y con el que, directa o indirectamente, lo pasamos razonablemente bien. La diferencia fundamental con el resto de álbumes de otros artistas de la época es que este triunfó comercialmente de verdad, vendiendo cantidades groseras. Su exagerada popularidad encendió la ira entre sus críticos más obtusos, quienes les “insultaban” acusándoles de pijos, una recriminación francamente idiota vista con perspectiva, si me permiten.
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Esta no es más que otra historia mil veces repetida de cuatro chavales de barrio jugando a montar un grupo de rock, una aventura que casi nunca alcanza para salir ni siquiera del local de ensayo. Los Hombres G tuvieron suerte y sus canciones (que cada uno decida si eran buenas o malas, yo ahí ya saben que no me meto) fueron el primer contacto verdadero con un grupo de rock en español de éxito. Para una generación completa de jóvenes, eran un grupo tan famoso e importante como los artistas famosos e importantes que admiraban de otros países. Sus canciones hablaban de cosas divertidas, pequeñas historias tontas y ligeras que todos entendíamos. Las que cantaban los grupos famosos e importantes de Inglaterra o Estados Unidos eran igual de ligeras pero casi nadie sabía lo que decían, aumentando de manera ridícula su caché (recomiendo que le echen un vistazo a la letra de “De Do Do Do De Da Da Da” de mis adorados Police).
Hay sesudos debates sobre su falta de calidad: que si eran malos músicos, que si sonaban mal, que si sus canciones eran vulgares y simplonas. Que quieren que les diga, honestamente creo que eran igual que casi todos los demás, pero a diferencia del resto ellos estuvieron más escrutados por sus enormes ventas y permanente exposición. Los grupos “buenos” (los de calidad, ya saben) tocaban en discotecas, pubs y pequeños garitos; los Hombres G lo hicieron en grandes escenarios. Los grupos “buenos” vendían 10.000 copias en el mejor de los casos, los Hombres G, 50.000 en pocas semanas y varios millones a lo largo de los años. Y a pesar de ello, sobrevivieron.
Además con su música se podía ligar. Benditos sean. Los chicos de 15 años también detectaron muy pronto que el grupo le gustaba mucho a las chicas, y si a las chicas les gustaban y a los adolescentes varones también les gustaban, las posibilidades de que les gustaras a las chicas crecían exponencialmente. Con 15 años (en realidad durante toda tu vida) uno busca en la música un medio para pasarlo bien y me temo que las hormonas no están con ganas para debatir sobre la falta de calidad de un grupo en concreto, esas estériles disquisiciones estilísticas se las dejo a gente con gran cantidad de tiempo libre. Entre nosotros, E. R. L, un compañero de clase en primero de BUP se desgañitaba en las sesiones de tarde de Jácara cada vez que sonaba ‘Venezia’. R. A. G., otro muchacho del colegio, apostó fuerte por el ‘A kind of magic’ de Queen. ¿Adivinan quién tocó más tetas?
David Summers, Daniel Mezquita, Javier Molina y Rafael Gutiérrez formaron los Hombres G casi por casualidad. La historia cuenta que David conoció a Rafa en los platós de Televisión Española, como figurantes en el programa musical “Aplauso”. La leyenda se vuelve todavía más inverosímil y naïf cuando descubrimos que el artista al que apoyaban como figuración eran Antonio y Carmen, los hijos de Rocío Dúrcal y Junior, aquellos niños de la “Sopa de amor”. Rafa Gutiérrez se une a Summers, Molina y Mezquita en La Burguesía Revolucionaria y Los Residuos, grupos de pop rock acelerado con influencias a medio camino entre el punk gamberro de Siniestro Total, la nueva ola y el pop clásico de The Beatles. Ya como Bonitos Redford, el antepenúltimo nombre del grupo, en 1983 debutan en Rock-Ola. Ese mismo año graban para Lollipop (sello relacionado con Fernando Cabello, saxofonista del grupo madrileño Los Nikis) sus dos primeros singles: “Milagro en el Congo”/”Venezia”, ya con el nombre definitivo de Hombres G y “Marta tiene un marcapasos” / “(La cagaste) Burt Lancaster”. En la primavera de 1984, Hombres G prepararon las maquetas para su primer álbum.
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CBS y RCA habían rechazado las canciones de Hombres G alegando falta de comercialidad. En un giro rocambolesco de la historia no es difícil imaginar que, de no haberse producido el gigantesco triunfo del grupo sus sencillos en el sello Lollipop, hoy serían quizás objeto de beatificación por parte de los gurús más recalcitrantes. Pero aquello no ocurrió. Ya tenían escritas ‘Devuélveme a mi chica’, ‘Nassau’, ‘No te puedo besar’, ‘Matar a Castro’ o ‘Dejad que las niñas se acerquen a mí’ cuando Discos Lollipop se queda sin dinero. Y es cuando aparece en escena Paco Martín, quien después de verles en directo –en un club de La Vaguada, en Madrid– decide ficharlos para su recién estrenado sello Twins. Yo trabajé con Paco algunos años en las oficinas del Conde de Orgaz, uno de los A&R más atinados del negocio y con perspectiva un hombre de indudable ojo comercial si atendemos a la gran colección de artistas de éxito que pasaron por sus manos. En cierta ocasión, y quiero pensar que no era un ataque ególatra de falsa modestia, me dijo que efectivamente él había sido responsable directo de una enorme cantidad de fichajes superventas, pero añadió algo que me pareció más importante y a la vez muy honesto: me dijo que también fichó gran cantidad de artistas que engrosaron irremediablemente la larga lista del ostracismo y el descalabro. Uno tiende a recordar solo los casos de éxito, pero ante un historial de numerosos triunfos obligatoriamente y basándonos en datos puramente estadísticos, también aparecen asociados multitud de fracasos. Con Hombres G lo cierto es que dio en el clavo.
Grabado en Madrid en 1985 y producido por Paco Trinidad en los estudios TRAK durante la nevada del mes de enero de 1985, el primer elepé de la banda fue mezclado y grabado en tan sólo nueve días. El grupo seleccionó diez canciones de un total de veinticinco que habían ido tocando en clubes y salas de conciertos. Tras siete días de grabación, en sólo dos días más se realizaron todas las mezclas. Contó con músicos como Pepe “El Víbora” con su saxo tenor y Susana Aguilar interpretando los coros de ‘Venezia’. El 17 de enero el disco estaba listo para salir al mercado, y fue editado finalmente el 11 de marzo. Y de repente el single ‘Devuélveme a mi chica’ arrasa de manera sorprendente en todas las radios del país. De tapadillo, triunfaron en un momento donde abundaban tres propuestas claramente diferenciadas: los cantantes de género melódico, el rebufo de imitadores rock al estilo de Tequila y las apuestas de vanguardia enmarcadas bajo el paraguas de La Movida. Y así, casi de la noche a la mañana, estos cuatro muchachos del Parque de Las Avenidas eran más famosos que Felipe González.
El disco se abría con ‘Venezia’, una de las intros más recordadas del pop español, cantada por el batería y una invitación deliberadamente amable a pasar un buen rato. No perseguía nada más y se convirtió en un himno instantáneo: “Vamos juntos hasta Italia quiero comprarme un jersey a rayas”. Es naif, sí, pero capaz aún hoy de levantar congregaciones etílicas francamente divertidas solo con escuchar el piano. ‘Vuelve a mí’, una canción de pop sencillita dentro del género de bar, más macarra de lo que ofrece la inocente grabación y con un estribillo para cantar a grito pelado. ‘Dejad que las niñas se acerquen a mí’ es de las mejores del disco, con un riff al inicio muy característico. La canción huele a playa y a surf, y es divertida, y dicen aquello de “Se creen que soy drogadicto por llevar unos zapatos raros” con más de entrañable que de transgresor. ‘Hace un año’ abrazaba la parte descriptiva del Summers enamorado, no fue un éxito pero una favorita de las chicas, embelesadas con los recuerdos de un muchacho que cuenta que pasa página y que el campo vuelve a estar lleno de flores. ‘No lloraré’ es la primera adaptación del disco, una versión del clásico de Alice Cooper “I never cry” de 1976 incluido en el álbum “Alice Cooper goes to hell”. Es la primera incursión en el género de la gran balada del que Hombres G sacarían enorme rédito a lo largo de su carrera.
‘Devuélveme a mi chica’ es el gran éxito del disco y seguramente la canción más recordada de toda su carrera, un tema fresco, inmediato y que reúne sus principales virtudes como grupo comercial: una letra divertida con un punto gamberro, rimas con calzador, una melodía adictiva, la voz característica de David y un solo de guitarra muy reconocible. Me podría poner muy descriptivo y pedante con las armonías y procesos de composición, pero, ¿merece la pena? Esto es solo pop de éxito probado, inmediato y tan disfrutable como desechable. Incuestionablemente uno de los hitos del pop en español de todos los tiempos.
Reconozco que ‘Matar a Castro’ es, de largo, la canción con una letra más sui generis de todo el disco. Con una atmosfera ligeramente más oscura (sin exagerar, ya me entienden), la temática aborda una lectura inocente sobre un posible atentado al líder cubano, una especie de thriller de Hacendado inspirado en un artículo de prensa, un relato ficticio de corte político de “chichinabo” (todos aquellos que les tomaron en serio deberían hacérselo mirar). ‘Lawrence de Arabia’ es leve y divertida, y también incluye un riff muy reconocible. La parte final aborda ‘No te puedo besar’, amores de colegio ingenuos cantados por Javier Molina y ‘Sin ti’, la segunda adaptación al castellano del disco, una versión de la balada clásica ‘Reality’ popularizada en 1980 por Richard Sanderson, un hit adulto contemporáneo europeo superventas bastante flácido y que en la versión G sale bastante mejor parado.
Ayer hablé con David. Habían pasado algunos años desde que nos encontramos la última vez y, como siempre, fue un gusto. Es educado, amable, escucha bien y le gusta hablar de música. De entrada comentó con la admiración de un fan devoto un reciente concierto de James Taylor, repasando de memoria uno a uno todos los músicos que lo acompañaron. Coincidía en el tiempo que se celebraba el 30 aniversario de la edición del primer disco de la banda y tenía un montón de recuerdos muy frescos que ha estado reviviendo para entrevistas y un estupendo documental editado por Warner.
Mientras hablábamos, David defendía una máxima esencial a la hora de comprender el porqué del continuo maltrato a los Hombres G (extensivo también a otros grupos): la falta de respeto al oficio de artista. Y comparto su opinión completamente. Un principio sujetado bajo la idea fundamental en la que para la gran mayoría el trabajo de un artista en realidad no es un oficio, tendiendo a pensar con inusitada frecuencia que no son más que titiriteros sin rumbo alguno, una mayoría atrevida e ignorante capaces de preguntar sin vergüenza: “Pero tú, además de la gilipollez esa de cantar, ¿te dedicarás a algo, no?
Esa falta de respeto está latente en el carácter del español, una particularidad bastante cutre que en el fondo no esconde más que una velada envidia. Que unos tipos que aporrean unas guitarras se hinchen a ganar dinero, liguen sin parar y vivan una vida de ensueño mientras yo me lo curro en mi trabajo es una realidad que jode. Asumámoslo. Para nuestro rubor, esto no ocurre en países como México donde el respeto al artista es máximo, comprendiendo con inteligencia y admiración que ellos (los artistas), son capaces de hacer algo que sencillamente tú no sabes y jamás serias capaz de hacer.
A pesar de vender millones de discos, seguir ofreciendo cada año material nuevo escapando del revival nostálgico y girar ininterrumpidamente desde 1985, los Hombres G ni reciben premios, ni menciones y están excluidos del club de los artistas pop molones. David no desprende ni un atisbo de rencor y tampoco se siente maltratado por la crítica. El éxito abrumador de un grupo de cuatro veinteañeros destapó acusaciones de pijos, maricas, hijos de papa y muchas otras gilipolleces que, como hombre inteligente, nunca le han afectado lo más mínimo. Quizás no acabe de comprender que en España se necesiten veinte o treinta años para alcanzar el estatus de artista respetable, ese momento en el que alguien decide que aquello no fue un golpe de suerte, que realmente te lo has currado y que quizá aquello de escribir canciones era una pasión verdadera.
Tuve la suerte de trabajar con David mucho tiempo, sin duda uno de los autores pop en castellano más extraordinarios de los últimos treinta años. Tuve la fortuna de entablar amistad con Rafa, con quién toqué muchas noches en un pequeño escenario de Majadahonda por el simple placer de manosear canciones que nos gustaban (muchos se sorprenderían de sus enciclopédicos gustos privados y de su contagiosa pasión por la guitarra). Compartí edificio con Dani durante sus últimos años en el DRO de López de Hoyos, siempre amable y entusiasta, y Javi, por ser batería y tener un bar molón siempre me cayó simpático. Son buena gente y eso se transmite en sus canciones y en la felicidad que provocan en la gente que va a verles en directo. De otro modo sería sencillamente inexplicable.
Los Hombres G han tenido el talento y la habilidad de escribir canciones pegadizas capaces de conectar de inmediato con el público juvenil. Es verdad que la técnica instrumental en sus primeros discos era limitada, lo cual también les evitaba meter la pata con ornamentos superfluos. El pop del primer disco de Hombres G era simple y banal, ideal para una fiesta intrascendente. Eran directos y tenían carisma y desparpajo. Cualquier otra crítica sesuda deja en peor lugar al crítico que a los criticados. No hay razones de peso en las descalificaciones dirigidas hacia ellos a lo largo de los años, casi siempre injustas y atendiendo a motivos de envidia algo patéticos. Su música era fresca y previsible, ¿hay algo malo en ello? Aquellas canciones han envejecido estupendamente bien. Los quinceañeros de hace treinta años hoy van a sus conciertos acompañados de maridos o esposas, amantes o amantas, o sencillamente parejas de baile formadas por madres e hijos. Las nuevas generaciones han abrazado ‘Venezia’ y ‘Devuélveme a mi chica’ como si fueran obras de estreno, las cantan y se emocionan igual que lo hacían sus padres y son precisamente estas nuevas pandillas de chavales las que por fin devuelven el brillo a unas canciones tan facilonas y pegadizas como geniales, seguramente su premio más importante.